Recuerdo que la última vez que fui a Roma, Italia era otoño y me encontré a Stephen Hawking por el centro. Resulta que había ido al Vaticano a dar una charla, sólo que mientras yo me distraía viendo las estatua del museo, él había ido a decir algo así como que pensar en qué hay antes del Big Bang no tiene ningún sentido, que eso venía a ser como preguntarse qué hay al sur del Polo Sur. Eso es lo que dijo, o tal vez quiso decir que es inútil preguntarse qué hay más allá de la memoria.
Y sin embargo, siempre vuelvo a ella, al sur, a la memoria, tirando de ese hilo traicionero que son los recuerdos, como si pudiera salir del laberinto algún día. Todos los días que Herman Melville estuvo en Roma también fue al Museo del Vaticano.
El museo parece un laberinto. Melville decía que las estatuas hacen de enlace entre los siglos. En mi caso, el Laocoonte y sus hijos enlaza el ahora con mis clases de Historia del Arte. Hace años de eso, o lo mismo siglos, pero siempre que la veo quiero recordar que sabría explicarla: las líneas, el dramatismo, el mito.
Buscar a Roma en Roma

El viaje nos enfrenta a todo lo que somos. Otro que anduvo por Roma fue Quevedo, y siempre acertaba en meter el dedo en la llaga: “Buscas en Roma a Roma ¡oh peregrino! Y en Roma misma a Roma no la hallas”. Pues eso, que al final uno siempre se encuentra a uno mismo, aunque intentes esquivar a los espejos.
*
Quienes andaban buscándose también por Roma -pero, ¿y quién no, por Dios, se ha buscado en Roma?- fueron Keats y Shelley. Alquilé un coche y me fui al Cementerio protestante (Cimitero acattolico) a buscarlos. A veces, me da por esas cosas, que pudiendo ir a la Fontana de Trevi o a la Plaza Navona a comerme un helado, prefiero un cementerio.
Me colé en el autobús 95. No por nada. Sólo por aquello de “donde fueres, haz lo que vieres”. En Roma nadie paga el billete, y dicen que si un revisor intentara entrar a inspeccionar, el chófer, aliado con los pasajeros, abriría las puertas para escapar. No me lo creo, pero me divierte imaginar la escena y esa especial camaradería.
Shelley, antes de morir en la Toscana, tuvo tiempo de escribir este prefacio en su obra Adonais en recuerdo de Keats, el amigo que había dejado muerto en Roma:
“El cementerio es un espacio abierto entre las ruinas, / y en invierno lo cubren violetas y margaritas. / Podría hacer que uno se enamorara de la muerte / al pensar en ser enterrado en un lugar tan grato”.
Y me parece, de nuevo, que todo está conectado. Lo estaban ellos en la amistad, lo estaba Walter Crane al pintar en 1873 el cuadro con las dos tumbas de los poetas. La de Shelley en primer plano, la de Keats, al fondo, tal cual las veo ahora, y detrás de todo, la Pirámide de Cayo Cestio.
Es uno de los cementerios más bellos y literarios en los que he estado. Y encima es otoño, uno de esos otoños más invierno que otoño. Y no sé por qué, me acuerdo de otra tumba, la de Julio Cortázar, en Montmartre, y la vez que le dejé una postal de Miró sobre la lápida.

Al sur del Polo Sur no hay nada, vino a decir a Roma Stephen Hawking. Y quince meses después, murió. Eso lo pienso ahora con tanto cementerio y tumba. En Roma abundan las tumbas, por lo que es difícil alejarse de la muerte. También hay montones de gatos, supongo que porque les gustan las ruinas. Las ruinas son como islas: están ahí, solas, rodeadas de otra cosa que no es de su tiempo. Conectándolo todo en atisbos, como cuando uno es sorprendido con el chispazo de un recuerdo. Hay parte, pero no está todo.
De aquel viaje a otoño en Roma en que me crucé con Stephen Hawking recuerdo también que me dio por pasear por la ribera derecha del Tíber. Las hojas de los castaños estaban ya muy marrones y muchas ramas estaban desnudas, como alambres. Y sin embargo, pensé que la ciudad tenía uno de los otoños más bonitos del mundo.