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martes, marzo 19, 2024
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Caracas, en el recuerdo y en la nostalgia

Con nueve o diez años, comencé a experimentar un síntoma de libertad: iba sola al supermercado, dos cuadras más allá de mi casa, para comprar algo y volver. La indicación era que no debía tardarme, ni hablar con extraños. 

Al poco tiempo, mi tía comenzó a asignarme tareas: “ve un momento y compra una ramita de cilantro para la sopa que estoy haciendo”, “ve un momentico y trae jabón de lavar platos, pero tal marca, no esa otra”, “ay, se acabó la mantequilla”. Fueron esas caminatas breves las que también desataron mi curiosidad: el señor del kiosco usaba la misma camisa cada dos días, en la esquina estaba la parada de la camioneta de aviso rojo, las guacamayas se posaban en el árbol de aquella casa, allá hacía falta un semáforo. Caracas era dos cuadras y muchas preguntas. Era apenas 1990.

La ciudad que se extendía más allá de mi caminatas era amplia y ruidosa. Muchísima gente en las plazas, en los parques, en los restaurantes, en las tiendas. El centro siempre convulsionado. Mis recuerdos de entonces huelen a grama, a cotufas, a sudor de tanto patinar, de jugar a dar vueltas. Eran los años de Salserín, ese famoso grupo de salsa; de programas como “El Club de los Tigritos”, o de la novela “Por Estas Calles”. Los años en que abrió el Centro Sambil o que llegó el carro Lada a la ciudad. De ir a alquilar películas a Blockbuster o Yamin Family Center. Era una Caracas próspera, con su anarquía, su apuro de siempre. Venir a la capital era llegar al sitio donde todo sucedía y sucedía bien.

Los años pasaron y el espectro de mis cuadras se amplió. Recuerdo bien la manera en que le tomé pulso al metro y sabía las horas en que fluía mejor; en qué vagón subir, por cuál escalera bajar. Comencé a conocer las noches de la ciudad, aunque por encima, porque siempre he sido de poco ruido, pero supe de las calles repletas de coches, de la movida musical, de las madrugadas largas. Fueron tiempos en que comencé a caminar la ciudad y enseñársela a otros, tiempos en los que descubrí el poder sobrenatural que le damos a El Ávila, esa montaña que nos dice siempre dónde está el norte. Los días en que nada me gustaba más que estar en sus calles desordenadas y en los que me provocaba huir de repente, como si solo a los caraqueños se nos tuviese permitido ese amor-odio por el lugar en el que vivimos. Caracas, siempre Caracas, con alguna historia por contar.

Pero la ciudad también creció y lo hizo en desorden, en agite, en suciedad, aunque buscáramos verde y otros colores como respiro. Todo en ella comenzó a desbordarse y la capital pasó a ser ese caos al que era mejor evitar. Y uno aquí adentro, como barriendo la casa para tratar de que siempre estuviera presentable. Tapando un hueco por aquí, una gotera por allá. Eso, más un gobierno que se ha quedado más tiempo del necesario y que borró la dicha de los buenos tiempos.

Ya las madrugadas no están llenas de música, ya las rutinas cambiaron, ya muchos se han ido. Ya no puedo ir al supermercado, que sigue estando a dos cuadras de mi casa, a comprar el jabón de lavar platos que mi tía recuerda, sino el que se consiga. Ya no, tantas cosas. Hoy, cuando la ciudad parece desdibujarse, está bien echar a mano el recuerdo como una manera de comenzar a reconstruir, de estar listos, vigilantes. Como para que nadie nos quite la ciudad que añoramos, esa que queremos volver a caminar sin miramientos, sin prisas, sin miedo.

Adriana Herrera
Periodista de viajes, venezolana. Intento escribir crónicas, relatos y hacer fotos. Viajo sin prisa.
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