Lo primero que me dijo cuando me vio en la mañana fue que se equivocó en la apuesta del casino y en vez de doce mil, apostó doce millones y, sin darse cuenta, ganó un botín de casi mil millones con los que podría jugar el resto del día. Ojalá no gastes todo hoy, le digo. Que quién sabe cuántos días más de apuestas nos quedan por delante. A sus 75 años Yaya ha sabido convertir los pequeños instantes en alegrías cotidianas o también, en arrebatos de mal humor. Siempre bromea diciendo que no tiene ni una cana, no le gusta saber que ha aumentado de peso y mucho menos, verse al espejo las arrugas de su papada o, mucho peor, la flacidez de la piel en sus brazos. Esa mañana de marzo, Yaya ganó más de mil millones y nunca un juego de casino en línea, podía traernos tanta certeza y serenidad en medio del vértigo.
Antes de que los días de encierro comenzaran, Yaya –mi tía, a quien nunca hemos llamado María– tenía tres años sin casi salir de su apartamento en Caracas. Lo hacía para diligencias puntuales: en el banco necesitaban su firma, para tomar un café a media tarde, ir a algún cumpleaños familiar, bajar a tomar el sol. Hace tres años, en una consulta de rutina para vigilar de cerca sus pies diabéticos, el médico encontró una bacteria y la decisión no podía ser otra sino amputarle un dedo. Dos años antes de ese instante, el diagnóstico fue similar, pero un grupo de médicos supieron cómo devolverle el color a ese dedo gordo del pie izquierdo que se estaba ahuecando de manera extraña. Pero hace tres años, Yaya supo bien que la operación era urgente y no podía esquivarla. Le amputaron el dedo, sí, pero lo hicieron mal y la bacteria siguió consumiendo parte de su pie y fueron necesarios cuatro meses de antibióticos y tratamientos intravenosos suministrados en casa; ese hogar convertido en hospital donde hermanas y sobrinas aprendieron a colocar y quitar vías, a despertarse a horas dispersas a suministrar medicinas que no se conseguían. Otra tragedia, otra historia lejana que forma su presente.
Yaya nunca más pudo volver a caminar bien. Le tocó aprender a acomodar su ánimo en el bastón para apoyar su pie doblado y deforme. A pesar de la insistencia de quienes estamos fuera de su dolor –el de la cadera cuando apoya, el del talón cuando camina– por llevarla a cualquier lugar, decidió salir menos cada vez y se creó una rutina dentro de su hogar. Retomó su pintura, ahora con trazos disímiles; se empeñó por varios días en tomar clases de inglés online y a veces suele volver a ellas; se refugió en libros para colorear, aprendió a manejar una tablet con la que se conecta a internet para buscar los beneficios de la albahaca, de la moringa, de la pira o de cualquier otro menjurje que llame su curiosidad; pero sobre todo para pasar horas entre series, películas y las apuestas de casino con un dinero que no es real, pero con el que se imagina comprando alguna casa, siempre con un patio grande y brisa fresca.
Cuando la cuarentena comenzó y en los televisores de la casa solo se escuchaban los casos de ese virus raro, que me dijo Yaya un día: “parece que viene de China”, ya ella tenía tres años sin salir de aquí.
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“Vieja, cuídate. No vayas a estar saliendo por ahí. Ve que tu tienes más de ochenta años y te la pasas comprando. No salgas vieja”, le dice a su vecina italiana que toca el timbre de la casa para contarle casi a diario las noticias que ve de su país. “Sí viejita”, le dice, “anda a lavarte las manos y no estés saliendo; chao, pues”. Y luego Yaya cierra la puerta y se ríe, se ríe sola porque aun y con más de cuarenta años de vecinas, no logra entenderle el acento que no es ni italiano, ni español; que es un cúmulo de frases con las que se abrazan a diario al borde del pasillo.
Como el pie le estaba doliendo mucho cada vez que caminaba, sus salidas a tomar sol comenzaron a ser más esporádicas. Tres meses antes del encierro, salió de la casa contenta a recibir la donación de una silla de ruedas y entonces, aceptó la vuelta por sitios que tenía tiempo sin ir. Se empeñó en elegir las frutas, el pan, en volver a pasar por los pasillos de algún supermercado que nunca llegó a ver con anaqueles vacíos, porque cuando Yaya decidió no salir más, sus días comenzaron a ser una fiesta de noticias elegidas. Le perdió el ritmo a las devaluaciones de la moneda y se esmeró en guardar los billetes del cobro de su pensión porque así sentía que estaba ahorrando para algo. A veces, muchas veces, me encargaba un antojo y me preguntaba cuánto valía ese billete, para cuánto alcanzaba y cuando entendía que no era para mucho, y quizá para nada, lo seguía guardando ya por costumbre. Pero ya no.
La silla de ruedas que puede distraer el encierro para bajar a tomar el sol, está parada en el mismo lugar de la sala desde ese día de febrero cuando Yaya volvió de estar más de tres horas viendo un desfile de carnaval. La luz, que tanto falla en la ciudad, obligó a apagar el ascensor del edificio donde vivimos una vez que comenzó la cuarentena y Yaya, que sabe bien cuánto le puede doler su pie con el esfuerzo de bajar y subir cada escalón, decidió tomar el sol cada mañana sentada en la cama de mi cuarto. Mientras afuera todo ahora se mantiene en vacío y silencio, Yaya sigue refugiada en su mundo de hogar, construido para ella, sin que siquiera lo advirtiera.
Mil millones más, Yaya, mil millones más.
Texto escrito durante el taller de Crónica-Ensayo dictado por Jorge Carrión y patrocinado por la Fundación para la Cultura Urbana
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