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jueves, octubre 10, 2024
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¿A qué huele China?

Nunca podré olvidar la primera vez que olí Shanghái. Hacía más de dieciséis horas que había salido de Madrid para dirigirme al país más poblado del planeta y jamás pensé que me impactaría tanto ese olor a humo húmedo y caliente. Por más que hubiese documentado sobre China en los meses previos al viaje, no estaba preparada para sentir aquello. ¿Así es como huele la contaminación? Salí de aquel avión con la curiosidad de ver la gran nube tóxica y gris que diariamente impide a los chinos incluso ver el sol sobre sus cabezas y por la que prácticamente todo el mundo se cubre la boca y la nariz con mascarillas. ¡Oh!, el control del tiempo se me escapó mientras volaba. ¿Cómo iba a ver nada con aquella oscuridad, si un reloj local marcaba la una de la madrugada?

El día siguiente amaneció demasiado azul para mis retinas y con un sol radiante. ¿Seguro que estaba en Shanghái? Cuando salí a la calle, todo era luz y color. No había rastro del gris, de ese falso recuerdo grabado por unas fotografías e imágenes que vi en España. Tampoco encontré el humo húmedo y caliente de la noche anterior. Aquel olor se quedó muchos kilómetros atrás, en el aeropuerto.

Historia de aromas de China

Cuando salí a la calle… casi me atropella una moto. No la escuché. Yo iba andando por la acera cuando uno de las decenas de ciclomotores que vi en pocos metros se me acercó peligrosamente y sin hacer ni un ruido por la espalda. Sólo cuando lo tenía a pocos centímetros de mí, su conductor hizo sonar el claxon y yo de un brinco me aparté de su camino. Lo había leído por algún lado, en China las motos son eléctricas y es normal que también conduzcan por la acera. Lo que no sabía es que no reducen la velocidad si se topan con un viandante, simplemente tocan la bocina para que te apartes de su camino. Proseguí mi marcha, ahora a sabiendas de que ni por la orilla estaba a salvo así que encendí el modo alerta.

Ni por la orilla estaba a salvo… casi me escupe encima una señora. Unos doscientos metros más adelante de donde tuve el percance con la moto escuché aquel sonido, que ya nunca más se separaría de mí en todo el viaje. Fue un sorbido ronco y muy profundo, alguien se sorbió los mocos de la forma más consciente y asquerosa que jamás había escuchado. Tampoco pensé que lo fuera a escupir a veinte centímetros de mi pie. Lo había leído por algún lado, en China los chinos sorben todo el rato y es normal que lo escupan en cualquier lado. Hombres, mujeres, niños, ancianos… todo el mundo forma parte del concierto de los puercos.

¿Tú cómo te imaginas una calle de un país que tiene más de siete mil millones de habitantes? Ante esa densidad tan abrumadora, en mi imaginación no cabía ni un metro de suelo libre de ser habitado. Antes de llegar me lo imaginaba como un hormiguero plagado de hormigas… y así me lo pareció en Pekín. No hay distancia física entre las personas, tomar el metro o subir a un autobús urbano es como jugar al tetris, no se puede ni respirar porque con el movimiento torácico podrías empujar a tu vecino y sacarlo de su lugar.

Y a pesar de todo, yo me enamoré de China y sus paradojas.

Historia de aromas de China

Unos días más tarde ya estaba acostumbrada a las motos silenciosas, a la marabunta y a los escupitajos ruidosos – a todo se acostumbra una. Entonces fue cuando cogí un tren que me llevó de Shanghái a la región de Yunnan. Probablemente fueron las 36 horas que duraba el trayecto y los más de 3.000 kilómetros que separaban estas regiones lo que me hizo creer que llegaba a otro país. Ni siquiera las facciones de la gente eran las mismas (no, no todos los chinos son iguales).

Treinta y seis horas de viaje en tren dan para mucho… pero sobre todo para conocer a la gente que en él viajaba. Prácticamente todos los niños se hicieron amigos entre sí, y yo de ellos. Me hablaban, a voces, en su idioma. Y yo les respondía en el mío. Nada ni nadie impidió que gritaran, que saltaran en las camas, que hablaran con una extraña… paradójicamente, una libertad que me dejó fascinada.

Pero no fueron tantas horas de viaje. El tiempo pasó rápido, tan rápido como cambiaba el horizonte. Era emocionante ver la evolución de la China más llana a pasar por zonas de montaña, con mucha vegetación y sorprendentemente con poca gente aunque eso sí, siempre plagada de campos de arroz y de autopistas a medio construir.

Por fin en Yunnan, relaja saber que también existen los pueblitos pequeños, de esos de casas bajas y vecinos amables. Tanto, que incluso puedes ser invitado a pasar al hogar de alguien para tomar el té y un poco de pan con queso. Fue allí donde me enamoré de la hospitalidad de su gente y su paisaje. Fue aquel día cuando vi las estrellas en aquella negra inmensidad. Fue en aquella parte donde realmente sentí la esencia de China.

 

Beatriz Lizana
Nací en Alcalá la Real, en Jaén, España. La escritura y la fotografía son mis excusas para conocer el mundo y viajo para contar historias y cuento historias para seguir viajando.
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