Mario Zuretti Calvo descubrió su vocación a los 13 años, cuando las imágenes en blanco y negro de Félix Rodríguez de la Fuente y los trabajos de Jacques Cousteau le mostraron una profesión desconocida y desafiante: el guardaparque. Oriundo de Salta, en el noreste argentino, vivió más de 28 años entregado a la naturaleza y cuidando a los pueblos originarios que habitan en ella.
Unos años más tarde, una periodista publicaría sus palabras en un artículo sobre sueños de infancia, el cual describiría exactamente la profesión y vocación de Mario Zuretti. Pasó por varios parques nacionales, el Parque Nacional Iguazú, en la ecorregión Selva Paranaense de la provincia de Misiones, custodiando un río llamado ‘agua grande’ por los guaraníes, el río Iguazú; el Parque Nacional Lanín, en el sur de la provincia de Neuquén, en plena región de Bosques Patagónicos; y fue parte de la Base Antártida Esperanza, una estación científica ubicada en la Antártida Argentina.
Afín a las cabañas en la selva, a las cabalgatas, a las salidas en lancha, a la nieve patagónica y a las mediaciones con cazadores furtivos, Mario Zuretti fue amigo de cóndores, yacarés y de tortugas, de otras aves y mamíferos. Recién retirado del servicio, y con 49 años, está aprendiendo a alejarse de todos ellos. Los extraña, como extraña aquellas imágenes en blanco y negro que un día inspiraron su futuro y que, en su profesión de guardaparque, cobraron sentido y color.
Mario Zuretti, un guardaparques que nos cuenta sus historias
Desde los Andes, conversamos con él, escuchando su historia y su duelo: vivir para la naturaleza y aprender de ella.
¿Qué imagen guardas de tu Salta natal y de tus sueños de infancia?
Me crié dentro de Argentina, en un suelo muy lejano a lo que es Capital Federal o una ciudad grande, en una tierra donde la cultura andina y el legado inca están muy presentes. Salta es una canción, una permanente peña de guitarreadas. Sin embargo, desde niño quise alejarme de las calles calientes de la ciudad para buscar un cerro o un río. Lo hacía en solitario, porque así es cómo encontraba mi espíritu libre.
¿Cómo te acercaste a la idea de ser guardaparque?
Desde bien chico tuve una inclinación para ver programas y documentales relacionados con la naturaleza. Fue algo innato. En mi televisor llegaban algunos documentales de Europa en blanco y negro, como los de Félix Rodríguez de la Fuente, un personaje que aún me pone la piel de gallina. Me impresionó la manera que tenía de transmitir su trabajo, realizando largas caminatas y cargando pesadas cámaras. Me emocionó cómo entregaba su corazón y esfuerzo, no me importaba dejar de jugar para plantarme frente al televisor. Especialmente, me marcó un documental centrado en Florida, Estados Unidos, que mostraba el trabajo de los guardaparques. ¡Quedé fascinado! Así descubrí esta carrera.
Tiempo después, durante mis estudios secundarios, un diario llamaría a la escuela en la que estudiaba para elegir a dos alumnos que hablaran de sus sueños de futuro. Yo fui uno de los seleccionados y expresé mi idea de ser guardaparque, algo que llamó mucho la atención entre mis conocidos.
¿Qué describiste de esta profesión en ese momento de adolescencia?
Prácticamente todo. Todo lo que después se concretó. Me hice una idea de esta profesión y la viví tal cual la imaginé. Habitar en una cabaña, estar en la selva, ir en lancha, a caballo, apagar incendios, acompañar a biólogos, cuidar a la naturaleza, atender al turismo. Uno tiene la capacidad de crear su propia vida y tuve la suerte de que así fuera.
Cumpliste muchas de las rutinas de un guardaparque. ¿Fueron las mismas para todos los parques en los que trabajaste?
El trabajo se va acomodando al lugar al que te toca. El primer parque al que me destinaron fue el Parque Nacional Iguazú, conocido por su gran atracción turística, las Cataratas de Iguazú. Allí empezó a concretarse y a materializarse mi sueño. Trabajé en un camino al fondo de la selva, a diez kilómetros de la Garganta del Diablo, el salto más alto de las Cataratas de Iguazú, en el lado argentino. Me ofrecieron un departamento y no lo acepté, así que recuperé una casa vieja que había quedado abandonada por diez años. Arreglé su techo y conseguí un caballo como medio de transporte. Trabajé conectado con el turismo y compartiendo espacios con algunos biólogos que hacían estudios a murciélagos, aves y mamíferos. Salíamos con una canoa para ver cómo las tribus de los yacarés cuidaban sus huevos, observábamos a las tortugas al costado del río, me visitaban monos que venían a comer naranjas silvestres. También, lidié con cazadores furtivos.
Fue una experiencia de cuatro años en los que trabajé con soledad. No quiere decir que todos los guardaparques sean solitarios. De hecho, todos los que conozco son terriblemente sociales. Pero yo tuve esta forma de ser. Mi infancia me sirvió para afrontar un trabajo en el cual me hacía amigo del viento y tuteaba con él, como decía Atahualpa Yupanqui.
Tutearse con el viento y afrontar la soledad, ¿ésta fue tu búsqueda?
A nivel laboral puede ser. Ahora estoy en otra búsqueda, que es tratar de conectarme con una espiritualidad que se encuentra en todos los seres vivos, no solamente en la naturaleza. Desde la pequeña hormiga hasta el humano que parece olvidado de sus principios.
¿En qué otros parques trabajaste?
El Parque Nacional Río Pilcomayo, en la llamada ecorregión del Chaco Húmedo de la provincia de Formosa, un lugar donde el 90% del trabajo es a caballo. Era un parque muy parecido a los pantanos de la Florida de los que me enamoré con el documental que marcó mi infancia. Mis vehículos eran el caballo y la lancha, en un territorio lleno de aves y de animales salvajes, como los yacarés.
La zona sufría de un furtivismo muy fuerte, protagonizado tanto por gente de buen pasar como por indígenas. En lguazú, por ejemplo, también me encontré con esta problemática. Al ser zona fronteriza con Paraguay y Brasil, en ese parque se juntaban varios tipos de cazadores furtivos. Solían ser personas que cruzaban en lancha desde los dos países vecinos y que actuaban por necesidad, pero otros lo hacían por tener en la sangre la afición de cazar.
Se trata de un enfrentamiento aún vigente, en la que se suma otra problemática: el manejo de la tecnología moderna, como los celulares, que los cazadores utilizan para entrar en la selva. Hubo algunos avances, hoy en día se permite que los indígenas entren a pescar en el parque Río Pilcomayo, por ejemplo. Ellos son parte de ese paisaje y cuentan con algunas necesidades, así que es un desafío acompañar a estas comunidades en proyectos sustentables para que las alteraciones del ecosistema sean las mínimas.
Posterior a esta experiencia, el destino me regaló la posibilidad de ser el primer guardaparque nacional en la Base Antártida Esperanza, una estación científica en la península Antártica en la que únicamente se trabaja con pingüinos y con algunas aves. Estuve por un período de cuatro o cinco meses, alejado de mi hija recién nacida.
¿La naturaleza te permitió crear una familia?
Es posible tener este estilo de vida y una familia, sí, pero siempre que tu pareja sea muy peculiar. La madre de mis hijas es médica y, cuando fuimos trasladados al Parque Nacional Lanín, en Neuquén, pudimos unir nuestras profesiones y dar a luz a nuestra segunda hija. En el parque había una gran necesidad de trabajar con los locales. Asistíamos a una comunidad mapuche de tres mil personas, sin descanso.
A parte de los mapuches, ¿con qué otras comunidades originarias estuviste en contacto?
Siempre tuve una especie de imán con el tema indígena. Los primeros grupos con los que estuve en contacto fueron las comunidades guaraníes, durante mis días de descanso en el Parque Nacional Iguazú. Me invitaron a algunos rituales que hacían de noche, con mantras y danzas en los que golpeaban bastones en piso de madera. Tenía 21 años y el corazón se me abría, no lograba entender la belleza que guardan las diferentes culturas.
En Formosa, fuera del Parque Nacional Río Pilcomayo, había comunidades tobas con las que también me relacioné. Finalmente, en el Parque Nacional Lanín, en Neuquén, pasé seis años asistiendo a mapuches. Viví situaciones tristes, como el incendio de una casa con un bebé en su interior, y otras hermosas, como el nacimiento de una niña tras un trámite difícil por la nieve.
En general, el trabajo más difícil fue el de comprender y acudir las necesidades de estas culturas pero sin dañar la naturaleza.
¿Cómo definirías la identidad de cada uno de estos tres grupos, los guaraníes, los tobas y los mapuches?
Lo que más sobresale de todos ellos es una conexión impresionante con la tierra y la naturaleza, un respeto que en la cultura occidental cuesta muchísimo. Estos grupos no entran en un lago, en una montaña o en una selva sin pedirle permiso. Y, además, se toman el tiempo para hacerlo. Tienen muy claro el equilibrio que existe con lo que llaman la Pachamama o la Madre Tierra. Sólo cabe descifrar sus nombres para comprenderlo. Mapuche, por ejemplo, significa “gente de tierra” (siendo “che” una palabra para gente y “mapu” para tierra).
Son grupos que han sufrido una imposición de golpe. El nylon o las bebidas de plástico son muestra de ello. Tiran en la quebrada una botella de la misma manera en que tiran los huesos de un animal comido, pues no entienden el concepto. No se trata de un descuido. Aún debe realizarse un gran trabajo en este aspecto y el camino es hacerlo con los niños, ya que éstos son escuchados por los ancianos.
¿Cómo es visto el guardaparque por las comunidades originarias?
Éramos un referente, por ser los únicos que contábamos con vehículo, teléfono y radio. En el Parque Nacional Lanín, en la Pagatonia, trabajamos seis años bajo situaciones extremas. La madre de mis hijas, médica, y yo, guardaparque, estábamos al servicio de una comunidad de 3.000 personas, sin descanso. Descansar significaba no ponerse el uniforme pero, aún sin él, nos golpeaban la puerta y debíamos salir a ayudar. Cuando llegaba el invierno, atendíamos a cualquier hora, cruzando caminos nevados y de noche. Utilizábamos el vehículo de guardaparque para asistir a pacientes.
¿Qué otras situaciones límite has vivido?
De vario tipo. Tuve que esquivar disparos por parte de cazadores furtivos. En el Parque Nacional Iguazú, los cazadores le partieron el pecho a un compañero mío, por ejemplo. Hubo otras situaciones muy apenadas, como ver morir a un bebé bajo un incendio. También, momentos en los que me desorienté y me perdí. El más duro fue un naufragio en el alto Iguazú, a pocos kilómetros de las cataratas, en los que pasé por pequeñas cascadas de dos y tres metros para prevenir el furtivismo. Por suerte no estaba solo. Después de volcar con la lancha estuvimos tres días nadando y caminando por la selva hasta llegar al primer punto donde había civilización.
¿Cuál es la brújula del guardaparque?
Siempre observé las estrellas para guiarme de noche aunque, hoy por hoy, todos los guardaparques se mueven con el GPS, la llamada brújula moderna. A nivel personal, mi brújula interna fue mi profunda vocación de servicio, relacionada con un amor por la naturaleza.
¿Una vocación de servicio que convierte al guardaparque en un cuidador de la humanidad?
El guardaparque cuida a la naturaleza pero en ella existen pueblos originarios, gente criolla o gauchos, así que tiene que tener un equilibrio con el entorno y estos grupos. El guardaparque es la parte visible de la Administración de Parques Nacionales, aunque hay muchísimos otros compañeros que trabajan detrás de esta figura y con mucha vocación de servicio: biólogos, sociólogos, ecólogos, contadores, abogados y empleados que limpian la selva con un machete para crear nuevos circuitos.
¿Esta vocación de servicio debería ser el valor de todo guardaparque?
Esto depende mucho del trabajo interno que tenga cada uno. Hay médicos que hacen lucro de su trabajo y sacerdotes que no son buenos sacerdotes, por ejemplo. Pasa lo mismo con los guardaparques. No puedo decir que todos los guardaparques tengan vocación de servicio. Pero, por lo general, existe una vocación por la naturaleza.
¿Después de Neuquén, vinieron otros parques?
Sí, después ya me trasladaron a mi bella provincia salteña, pero alejado de la ciudad donde nací. Fue en el Parque Nacional Los Cardones, que abarca ambientes de las ecorregiones Altos Andes, Puna, Yungas y Monte de Sierras y Bolsones.
Estuve 12 años en una casa que se encontraba metida en el gran cardonal o el gran cactus. Mi trabajo también estaba asociado a la gente. En este caso sólo vivían 25 personas. Eran comunidades criollas con orígenes indígenas pero que no estaban reconocidas como tales. Sufrían de más pobreza porque no contaban con los beneficios que la reforma de la Constitución del 1984 había otorgado a los indígenas, quienes habían podido demostrar que la tierra les pertenecía. En el parque hicimos muchos proyectos para mejorar la calidad del agua, de las calefacciones, así como para incorporar ganado de mejor calidad y de menor cantidad.
Finalmente, después de visitar México en un intercambio de parques nacionales, trabajé como Intendente en Los Cardones. Fue un cargo interesante porque, después de haber trabajado desde abajo, sabía apuntar a donde iba. Sin embargo, las oficinas, el encierro y las reuniones se me hicieron difíciles. Fue una etapa de añoranza y, después de cuatro años, decidí retirarme. A fin de cuentas, ya no iba a estar en el campo.
Un cargo de intendente de un parque nacional, un reconocimiento para un final de etapa. ¿Lo vives como una maduración?
Sí, yo creo que sí. Estoy haciendo un duelo muy fuerte, extrañando a los cóndores. Pero también lo tomo como una etapa de la vida.
¿Qué esperas del futuro?
Anhelo que Argentina sea un país próspero, que sus culturas y etnias, que son muchas, puedan lograr su misión de forma digna.
A nivel personal anhelo dejarme llevar por el viento, tratando de aplicar los principios que he aprendido de la vida y compartiendo la espiritualidad que te da la tierra. Yo elegí una escuela de vida, la andina.
¿Eres hijo de los Andes, de la vida, de Argentina…?
Soy hijo de italianos, pero con un corazón totalmente nativo y un sentimiento muy fuerte hacia Salta y hacia el tema indígena. Vivo con un sentimiento indígena y de campo que va más allá de los colores.
¿Qué deberíamos aprender los seres humanos de la naturaleza?
Fundamentalmente a escucharla. Y a tomarnos un tiempo. Esto es precisamente lo que no hacemos. He visto a japoneses acercarse exactamente 45 minutos a las Cataratas de Iguazú y subirse de nuevo a otro avión para ir a Egipto.
No es necesario ir a un parque nacional para sentir la naturaleza y cuidarla. Se puede lograr en tu propio hogar, cuidando el ambiente en el que vives o tomándote un tiempo para disfrutar del árbol de tu casa, por ejemplo. Un encuentro. Esto es lo que más vale.
¿Finalmente, cuál es el regalo de esta trayectoria de vida?
Disfrutar de lo más sencillo, cuando se forma ese vacío, el silencio de la naturaleza. Disfrutar de un mate, de un asado o de un buen vino. De la sonrisa de tu hija que sacó una buena nota, del hecho de poder estar sano y de tener el físico disponible para salir a caminar.
También me siento un poco orgulloso de colaborar para que la humanidad conozca una interpretación de la naturaleza: haber contado a los turistas o a los niños de escuela cómo vive un animal o cómo se producen los procesos tan sabios de la ecología en una cadena alimenticia. La naturaleza es un tema que fascina porque somos parte de ella.
Me gustaría dejarle un regalo a los lectores. Es una frase que me conmovió de Atahualpa Yupanqui, gran maestro del folclore argentino. La citó en un reportaje en el que lograron que dijera cosas que no están en sus canciones. Dice así, ‘moneda que tengas en la mano tal vez la tengas que dar, pero la que tengas en el alma tal vez se pierda si no la das’. Creo que resume muy bien esta vocación de servicio de la que hemos hablado. Es una vocación que se puede trasladar a todo, no solamente a aquellos conocimientos que uno tenga, sino también al anhelo de compartir algo más espiritual, más propio.