Una vez me dijeron que le tenía amor a Madrid solo porque no había ido a Barcelona. Era una afirmación atrevida, curiosa, desafiante, que me quedó dando vueltas en la cabeza por un tiempo. Varias veces más visité la capital española, pero el tren, el vuelo, el bus a Barcelona siempre se postergaba en mis planes. No quería hacer un paso fugaz por la ciudad, sino convertirla en un sorbo lento y por eso esperé, sin saber que estaba esperando, que mi curiosidad creciera y me condujera hasta allí.
Es probable que los destinos te pidan prepararte, que te esperen mientras lees lo que otros ya han dicho de él, mientras intentas dibujar en tu mente una ciudad leída en libros, en guías, folletos, vista en fotos. Y poco más.
Y por fin, llegué a visitar Barcelona
Pasaron seis años desde el día que me dijeron aquella frase hasta que decidí tomar un bus para bajarme, ocho horas después, en esta ciudad que me provocó fiebre por el frío –a mí, que soy tan del Caribe, tan del sol- pero a la que llegué en la quietud de la noche, para comenzar a mirarla despacio e iluminada, con sus ruidos agazapados.
Durante esos primeros días en la ciudad, escribí en mi libreta algo sobre los balcones, las ventanas dispares, la sorpresa de las esquinas tan disímiles pero tan en armonía. Barcelona comenzaba a ser otra cosa, un signo de interrogación grande que se iba llenando poco a poco de olores -a mar, a césped recién cortado, a agua estancada, a pescado fresco, a ajo sofrito, a bar encerrado- y a sabores -a caracoles de tierra, a gambas con picante y limón, a cerveza bien servida y conversada-.
Era la curiosidad que me causaba Gaudí, sin verlo de cerca, porque si algo había decidido era que no pagaría por entrar a ningún sitio, que eso sería para después. Que ahí donde había fila para ver y maravillarse, estaría reservado para otro viaje. Que la Barcelona que vería sería la de las calles, la de la sincronía entre El Raval y La Rambla, la del silencio al atravesar un pasaje y desembocar en un espacio con jardines discretos o galerías de arte. La Barcelona que quería ver era la que me hacía preguntarme cómo podían convivir en espacios tan pequeños, expresiones artísticas tan variadas, cómo en la época de quién sabe cuánto, los pueblos comenzaron a convertirse en barrios –como bien me contaron- y cómo las calles parecen no tener ningún orden y por eso es que terminaba en un café rodeado de verde, en una librería, o en un mercado, o en unas ruinas.
Si algo aprendí en esos días en Barcelona, fue a ver con la mirada atenta y no dar nada por sentado. Que a donde va todo el mundo, no se cuenta por sí sola la ciudad, que hay que perderse, mirar poco el mapa y preguntarse, aunque sea solo por ejercicio, dónde es que está el mar y dónde está la montaña. Cerrar los ojos y ver a Barcelona como un valle, me recordaba a mi hogar, a Caracas, ese valle profundo y caótico al que estoy prendida sin remedio.
Por eso insistí en ver a Barcelona desde muy arriba, como para tratar de distinguirla. Y subí a los búnkers del Carmel, al Tibidabo, a la Arena, a Montjuic y a un sitio en El Raval que no le quise decir a nadie aunque alguien más me llevó allí, pero que me regaló la vista que más aprecié durante todo el viaje: allá estaba Barcelona a mis pies y la veía completa, ni lejos ni cerca, pero sí lo suficiente como para entenderla. La ciudad que había leído, en poco se parecía a las calles que estaba caminando.
Ver, por solo ir a ver, se salía de todo contexto. Supe –y anoté otra vez en mi libreta- que la esencia de la ciudad que comencé a conocer, también estaba en cómo la gente que vive allí me iba contando lo que le rodeaba. Qué amplia es la curiosidad, que dicha cómo cada quien narra y guarda sus maravillas particulares.
Por eso miré con atención aquel póster antiguo en una esquina del barrio de Gracia, o el aviso de “BAR” escrito en una tipografía de los años 50. Por eso mismo, entré en el Parque del Laberinto de Horta para después pasar diez minutos tratando de salir, o me dejé llevar al Bar Marsella en El Raval y pagué una cerveza carísima, solo porque a ese sitio también iba Gaudí y Dalí y Picasso. O caminé prestando atención al suelo para pisar con cautela el Miró de La Rambla, o volteé a ver una casa de paraguas, o hablé con una gaviota en la Barceloneta para después quedarme con la mirada fija en su vuelo.
Miré a Barcelona desde adentro y después de varios días en la ciudad no sabía de qué manera estaba repartido mi amor; porque en mi lucidez amatoria, no había –ni hay todavía- cabida para las comparaciones. Que Madrid es Madrid y Barcelona, bueno, Barcelona es la ciudad que estoy aprendiendo a conocer.
[…] repletas de coches, de la movida musical, de las madrugadas largas. Fueron tiempos en que comencé a caminar la ciudad y enseñársela a otros, tiempos en los que descubrí el poder sobrenatural que le damos a El […]