¿Qué imaginaban los Visconti sobre la Plaza del Duomo de Milán? Tal vez un día se reunieron las tres generaciones y alguien dijo: ¡Construiremos una plaza como el corazón de la ciudad y pasarán los siglos y esto seguirá en pie, vendrá gente de todo el mundo a admirar nuestra historia y cultura y nos recordarán por siempre! Y no lo podía saber en ese momento, pero el viaje por Italia que comenzó en Milán estaría dedicado al ejercicio de la contemplación, y sin dolores musculares al día siguiente.
Es asombrosa la capacidad de las grandes ciudades europeas de conservar historias. En México, por ejemplo, sobre todo en el norte, se derrumba para construir, se busca constantemente lo nuevo. Lo antiguo, allí es viejo; lo antiguo, en realidad, está en Europa. Los siglos pasados los puedes pisar, y lo moderno lo miras hacia arriba, pero es tan importante la base como la altura, la altura depende de la base. Y eso encontré en Italia, historias antiguas que han crecido con la historia de las civilizaciones, hacia arriba, hacia el pasar del tiempo.
Por el país en forma de bota, han pasado muchas culturas. Hay que entender la huella nuraga, la fuerza histórica de los griegos, los romanos; dimensionar el Humanismo y el Renacimiento; Italia abruma. En Florencia puedes simplemente hiperventilar con el arte. Y qué decir de las manifestaciones de poder de la época medieval, como en San Gimignano. En Milán, puedes contemplar la pintura mural de “La última cena” de Leonardo da Vinci”*, incluso navegar por los canales artificiales que él diseñó. ¿De qué estaban hechos los hombres de la antigüedad?
Milán, como un golpe en la nuca, cerró todas las puertas de mi mente con la Piazza del Duomo. Venía de una calle estrecha que se abrió como telón de teatro y apareció la gran protagonista. La Plazza es un ejemplo soberbio de lo que la mente de aquellos hombres imaginó para su ciudad. Una de las huellas más importantes de los Visconti, que gobernaron Milán entre 1277 y 1447, es la catedral de Milán. ¿Qué desayunaban esas personas?, me pregunto. Mármol blanco. Decenas de gárgolas, agujas que se levantan vertiginosas hacia lo alto. Torres, pináculos y estatuas. Ocho siglos tomó su construcción. El diseño, el espacio, la luz, las sombras, el suelo, las escaleras, los pilares, los sarcófagos, los monumentos. Obras de arte.
En el siglo XIX, hacía falta un mercado en el centro de la ciudad; pero en Milán, para ello, diseñaron una galería semejante a un palacio. La Vittorio Emanuelle, conocida también como el Salón de Milán, es ese espacio donde, al menos para mi, lo menos importante son las prendas de grandes marcas detrás de los lujosos aparadores. Líneas, formas, altura; otra vez la luz, las sombras, los suelos, el detalle. Los cuatro escudos que representan las cuatro capitales italianas y el toro de Turín. Dice la tradición que hay que dar tres vueltas apoyando el talón derecho en los genitales del toro, y si pasas vergüenza, ese sentimiento es el que te hará volver. Lo hice y no he vuelto, ¿qué me daban de desayunar?, también me pregunto eso.
Y luego está el Palazzo Reale. Esplendor, lujo, majestuosidad y todo aquello que engloba a esas familias de sangre azul con una vida fastuosa de investiduras y recibimientos solemnes. Ha sido el centro de gobierno desde la Edad Media, y por aquí pasaron los Visconti antes de que llegaran los Sforza. En la misma plaza, está el Palazzo Carminati, el Palazzo dei Portici Settentrionali y otros más. ¡Palacios! Está claro que todo esto es de otra época en la que sólo puedes contemplar. Y así fue.
En algún momento mi mente llegó al silencio. En algún momento, sin darme cuenta, me encontré en el aquí y en el ahora, donde la conciencia mira y escucha y solo mira y escucha. Me encontré en Milán observando detenidamente, como si se trata de perderse en el horizonte pero en realidad me perdí en los detalles, y cuando caí en la cuenta, desperté viéndome entre un hervidero de movimiento y de gentes. Y seguí. Seguí y volví a caer una y otra vez en ese estado en el que solo puedes contemplar. A eso vas a Italia, a contemplāre.
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