Un encuentro con una banda mítica, un boulevard lleno de músicos de calle, una playa helada, un paseo excéntrico. Una dicotomía entre lo opulento y lo humilde, lo humano y lo divino. Gente fusionada en el atavío de las calles, los juegos en los casinos, una larga avenida que bordea la playa y un gran ambiente en permanente estado de fiesta. Ciudad de playa y de casinos, así es Atlantic City o como muchos la llaman: Las Vegas of the East.
Aquel viaje a esta ciudad fue un encuentro con viejos amigos, más de diez años sin vernos y con euforia de un concierto. Me recibió la explosión de música y luces, el famoso boulevard, el contraste de historia y fiesta contemporánea; entre el día a día de la gente local y de la gente que llega a divertirse. Conocí la sede del Miss USA, que resultó ser un viejo edificio de aduanas e importante enclave durante la segunda guerra mundial. A lo lejos una banda de jazz intercalaba su melodía con la de las olas llegando a la orilla.
Antes de llenar el espíritu con la explosión musical de Depeche Mode, sí, ese era el concierto, repito: Depeche Mode, había que alimentar el alma con los colores que daba la ciudad, caminarla, acercarme a su movimiento y oler sus calles. Deseaba conocer esta ciudad famosa por el lujo. Se dice que hace unos 100 años, Atlantic City era un lugar de veraneo muy de moda y de un nivel alto del que hoy, todavía se pueden ver elegantes mansiones Victorianas y cabañas de playa, sobre todo en el sur de la ciudad, sin embargo, el corazón hoy en día es el paseo marítimo Boardwalk.
Me acerqué al mar y resultó ser de un color azul verde bastante particular, como resultado de la fusión de las bahías de Absecon y Lakers con el Océano Atlántico. Me quite los zapatos y mojé mis pies en la orilla, el agua estaba helada a pesar del verano, pedí un deseo al universo y agradecí poder hacer esa práctica cada vez que llego a una ciudad nueva con mar.
Seguí mi camino y entré en el mall del Caesar Palace. En el mirador, pude ver toda esa línea de hoteles en su completo esplendor, ahí estaba el destino más visitado de toda la ciudad, lo que hoy más la caracteriza; acompañada al mismo tiempo de toda una serie de tiendas extravagantes y una gran variedad de restaurantes por más de nueve kilómetros. Un paseo por cierto, que se encuentra entre los más largos del mundo y con ello, una serie de personalidades que hoy conforman toda una identidad. Allí, cerca del mar, estaban los pescadores, los chicos que hacen surf y los que se tiraran en el mar a contemplarlo. Una señora, mientras tomaba las fotos me contó que estaban terminando de reparar los muelles porque aún arrastraban los desastres del huracán Sandy. Triste recuerdo para esa gente tan alegre, las consecuencias de las tragedias siempre marcan duramente.
Para llegar a la sala de la presentación debí pasar por el casino. Me invadió esa mezcla de humo de cigarrillo con ansiedad, mesas de black jack, ruletas, máquinas traga monedas, un derroche, y mucho lujo. Una vez superado ese tramo, directo al recinto donde compartiría techo con más de cinco mil personas que en conjunto una vez en los asientos, sólo nos quedaba esperar que llegara la inundación de luz, sonido y fábula de Depeche Mode, los padres del rock electrónico.
Fue sencillamente sublime, dos horas de melodía, armonía, luces, videos y un sonido nítido. Una escena que no tuvo tiempo de descansar ante la presencia permanente de David Gahan; la voz ocupaba todo el espacio, la energía y fuerza que le pone al espectáculo: fue un todo. La pantalla al fondo del escenario estaba divida en pedazos, y el corte de cada escena de la presentación era una pieza de arte detrás de otra. Un show explosivo. La canción que más recuerdo, el sentimiento en su mejor espectro, fue Heaven. La esencia de la sala de concierto era una sola ¡Maravilloso! La música concentra mucha magia y es capaz de ensanchar el alma, de alimentar el espíritu. Salí, salimos de ahí felices, animados y más encantados con Depeche Mode, fascinados ante tanta fuerza, tanta potencia musical.
Después de aquella noche tomé camino por carretera hasta el aeropuerto de Newark y todo un día volando de regreso a casa, pero me estaba llevando conmigo a una ciudad nueva, un fugaz pero feliz reencuentro. La puerta al océano de unas bahías hermosas que necesitan desahogar su fluidez en el Atlántico.
Llegamos al aeropuerto, nos despedimos con rapidez, cada uno iba a un terminal diferente. Una vez que tuve los pases de abordaje en la mano, entré y me senté cerca de mi puerta de embarque y miré por la ventana, Manhattan se veía a lo lejos llena de nubes y lluvia, mientras que la música me seguía acompañando, ahí a la sala de espera entraron dos pajaritos y comenzaron a trinar llenos de melodía, fue el momento más sublime de todo el viaje, la naturaleza superpuesta a tanto progreso.