Este texto se escribió a principios de octubre, antes de saber que Javier Reverte estaba gravemente enfermo. Sirva como homenaje de alguien que es polvo y huella en todo este inmenso globo.
“Un libro de viajes debe tener un sentido literario. Sin eso no es un libro, es un diario”.
Nos dijo a Ricardo Coarasa (amigo, periodista y escritor) y a mí Javier Reverte comiendo en 2010 en un restaurante italiano de la calle Hortaleza de Madrid.
Me llamó mucho la atención aquella frase que creo que finalmente he acabado de descifrar.
En aquella comida, a la que él acudía porque durante años escribió en Viajes al Pasado, se esconde una virtud de Javier: es un hombre muy generoso.
Sin alardes, que las palabras Javier las economiza para sus libros, y sin darse importancia porque nunca emite recibo. Se sienta en una mesa, se toma una copa de vino, pregunta, accede y se va.
El polaco Ryszard Kapuscinski escribió que los cínicos no sirven para este oficio, y la frase se repite y repite como si los cínicos sí sirvieran para cualquier otro oficio o si, por el contrario, de los periodistas y escritores se esperará más ponzoña que virtud.
Nunca conocí a Kapuscinski, del que me he leído parte de su obra. Pero sí a Reverte y puedo asegurar que además de un gran narrador de historias es un gran tipo. Hay muchos, y no hay tantos, ¿verdad? De ambas cosas digo.
Javier Reverte y el viaje a través de sus libros
Javier Reverte tiene una extraña facultad con sus libros, te hace conocer sitios que en realidad uno previamente pensaba que conocía mejor que él. No es un don, en este caso no, es oficio del, sin duda, el mejor escritor español de viajes.
Su don es viajero. Es haber convertido su vida en un largo viaje. Pero saber contarlo, especialmente en estos tiempos en los que los narradores escriben sus mejores piezas con ocurrencias de 280 caracteres, es una profesión.
Cuando se aparta el exceso de ramas de tanta historia contada de cualquier manera, nos queda, a los que nos gusta la literatura de viajes, la extensa bibliografía de Javier Reverte a la que acudir para reconfortarnos.
Ha narrado el globo, casi entero, porque se lo ha leído primero y se lo ha pateado después.
En Javier Reverte es imposible separar al lector, del narrador y del viajero porque son la misma cosa.
La simpleza y perfección de sus textos es llamativa. Y le describe perfectamente a él, el hombre que está detrás de una contundente biblioteca que ha escrito sin hacer apenas ruido.
Porque a Javier Reverte le importa un carajo el ruido. Lo que le gusta es husmear barriadas de nombres impronunciables. Ver un atardecer subido a un carguero y contemplar lo flexibles que pueden llegar a ser los mármoles.
El 30 de enero pasado quedamos a comer en Roma, en la osteria La Bucca de Ripetta, cerca de la Piazza del Popolo. Javier estaba en la Ciudad Eterna porque daba una conferencia, y porque adora Roma, y porque tenía un viaje pendiente por estas tierras.
Yo estaba a punto de terminar su libro “Un otoño romano”. Llevaba justo un año viviendo en esta ciudad a donde me traslade tras pasar cuatro fabulosos años en México.
Roma como habitante me tenía enfadado, me sentía engañado. El centro histórico se convirtió en un parque temático de arte e historia, lejano. Nada tenía que ver con mi rutina de basura esparcida por las calles.
El habitante y el viajero son dos especies distintas al hablar de una ciudad.
¿Qué te importa una montaña de bolsas de basura cuando vas a ver el Panteón? ¿Y qué te importa el Panteón cuando nadie te retira del portal tu basura?
El viaje de leer a Reverte o cómo Reverte te hace viajar
Entonces empecé a leer su libro.
Y empecé a subrayar cosas. Y a conocer sitios por los que yo había pasado mil veces y Javier me demostraba que no había pasado ninguna.
A leer que él se bajaba a pie cada día desde el Gianicolo. Se iba al centro a tomar una pasta en la trattoria Antonio, que merodeaba por el Claustro del Bramante o que se perdía por los callejones del Trastevere.
Y mi rutina fue cambiando, regresé a las sensaciones de antaño, a admirar más la belleza, a viajar por mi día a día.
Él venía a mi ciudad y fui yo el que acabé yendo a la suya.
Entonces, mientras comíamos una pasta cacio e pepe me contaba que se iba en tren el sábado a Reggio Calabria y el domingo regresaba a Roma.
Con sus 75 años disimulados tras un mostacho se iba a pegar seis horas de tren de ida y seis de vuelta para una única cosa: contemplar los Bronces de Riace del Museo Arqueológico de Reggio (estatuas griegas del siglo V a. C)
Quedamos de nuevo el lunes a su regreso. Otra cena de pasta junto a Alberto Rodríguez, un gallego al que Roma le anidó en la tráquea.
Javier contaba con la ilusión intacta de los primeros viajes. Decia que “tuve la suerte de poder disfrutar de los bronces en completa soledad cuando llegué el sábado por la tarde. Dejé las cosas en el hotel y me acerqué a ver si estaba abierto el museo. Cerraban en una hora y pasé, no había nadie, y estuve disfrutando los dos bronces a solas. El domingo por la mañana decidí volver a ir a verlos”.
Doce horas de tren en 36 horas para poder disfrutar de dos bronces. El sábado le pareció poco y el domingo decidió volver.
“Ojalá nunca pierda la curiosidad de vagabundear de Javier Reverte”. Pensaba yo al regresar tras la cena andando a casa. Y recordé algo que una vez nos escribió: “Mi explorador africano favorito es Joseph Thomson, el hombre que se cruzó el África oriental no con una tropa de soldados sino con un grupo de traductores. Thomson murió en Londres y sus últimas palabras fueron: estoy condenado a ser un vagabundo”.
Sospecho que la mayor aspiración de Javier es la de ser otro vagabundo.
Y entonces hace un mes me escribió Arlene, la mexicana que lleva Viaje con Escalas, y me pidió que le escribiera un artículo sobre un viajero.
Le dije hablé de Javier. Que sólo podía aportar algo personal de él, que del resto no mejoraría nada que no puedan hacer otros. Y le escribí a Javier con una duda que necesitaba que me aclarara:
¿Viajas para vivirlo o para contarlo?
“Para mi vivir es contar. Así que viajo por las dos cosas”, fue su respuesta.
Detrás de esas palabras hay un bibliografía abrumadora. Yo, como tantos, me enamoré de la África en la que luego viví cinco años, tras leer mucho antes su “El sueño de África”.
Esa es su obra icónica. La que para una generación y unos tiempos donde no era fácil recorrer aquel continente. En 1996 era una aventura era ir a Londres, y nos enseñó la magia de una tierra extraña y llena de historia.
“Mi éxito fue hacer algo que en España no había hecho nadie, narrar un viaje junto a la historia de un lugar”
Javier Reverte
La clave es cómo lo narra.
Sus libros africanos tienen la inocencia del viaje, porque sin inocencia un viaje pierde parte de su sentido más puro que es el de sorprenderse. “¿Por qué será que África acaba por convertir en mito cuanto toca?”, se pregunta Reverte.
Pero los mitos hay muchas veces que desenterrarlos y él es un fantástico desenterrador de buenas historias. Y lo es porque va siguiendo una ruta marcada por los libros que leyó. Por los personajes que habitaron aquellas tierras y los senderos de agua, viento o polvo en los que se encarama a un autobús o un barco y mira.
Reverte es un fabuloso observador y observar es la previa para tener algo que contar después.
“Vagabundo en África”, “Los caminos perdidos de África” y “Colinas que arden, lagos de fuego” son otras de sus obras sobre el continente africano. Lean todos, si pueden, y conocerán mejor la esencia de una tierra que él entiende bien.
Porque no la juzga, no la edulcora, no se siente en deuda con ella, simplemente la camina.
No son las crónicas del periodista que se metió en una guerra o un orfanato. No son una sucesión de artículos donde presumir cicatrices y enjuagar pecados, es literatura de viajes con mayúsculas.
Los libros de Reverte envejecen muy bien porque nunca dejan de ser actuales justamente porque nunca lo fueron. Son atemporales, son esencia.
Luego tiene obras. Hablo de viajes más allá de sus numerosas novelas, como El corazón de Ulises, El río de la desolación, En mares salvajes, Una Suite Italiana… que diseccionan la Grecia clásica, la Amazonia, el Ártico o las dos Italias (norte y sur).
Y de pronto te ves en un barco donde navegas con Ulises. Con Lope de Aguirre, Amundsen o Thomas Mann, y encima pasas la malaria o un resfriado.
Y luego hay un último Reverte. Un último viajero y escritor, que como él dice es la misma cosa, convertido en habitante ocasional de un capricho, el de vivir en los lugares que ama.
Su “New York, New York” o “Un otoño romano” son diarios de su vida en una ciudad. Y al leerlos es cuando creo que he terminado de entender la frase con la que empezaba este texto:
“Un libro de viajes debe tener un sentido literario. Sin eso no es un libro, es un diario”.
En su diario no se narra él, narra una urbe a través de su día a día convirtiendo sus piedras en personajes. ¿No es eso la literatura? Lean a Reverte y no leerán un libro, viajarán con un libro, que es de lo que se trata esto.
Caminen, si pueden, como camina él.
“Tengo nostalgia de lo que no conozco. Ese es el principal motor de mi vocación viajera”, resume Javier.
Autor: Javier Brandoli, periodista. Desde 2010 viviendo en Sudáfrica. Mozambique y México. Ahora en Roma.