El puerto de Roma en poco se parece a la capital italiana. Civitavecchia respira una tranquilidad impropia de las ciudades de la mitad sur de Italia y que en ocasiones tanto echa de menos la bulliciosa Roma. La visité a principios de mayo y el clima era propio de un julio mediterráneo. La cantidad de visitantes que recorrían Civitavecchia como si fuese el agua de un mar crecido indicaban que no era casualidad: la gente no llegó porque hiciera un clima exageradamente benévolo para aquellas fechas. Civitavecchia reclama al personal por sí misma. Y ahí estaba yo.
Tiendas, bares, restaurantes e incluso algunos establecimientos de ciertas cadenas de comida rápida señalan que, abrazada por la inmensidad del mar Tirreno barnizada por una luminosidad inmejorable y nunca carente de la esencia italiana, Civitavecchia ofrece un atractivo turístico nada desdeñable. Hablamos de una región de 80 kilómetros cuadrados y que apenas rebasa los 50,000 habitantes. Su puerto comercial, de extensión considerable y con la entrada custodiada por una fortaleza de jardín tan poco frondoso como sí muy bien cuidado, es fermata obligada de los cruceros que recorren el Mediterráneo. Roma está a unos 70 kilómetros, y el tren que te deja en Termini en apenas una hora cuesta once euros.
Fue en el tren que tuve un encuentro, porque, ¿qué son los viajes si no encuentros con desconocidos? Encuentros de minutos, de horas, de trayectos, de comidas. Subió en una de las paradas un señor mayor, sexagenario, orondo, coqueto y sudoroso con las gafas de ver coronando su calva como si fueran de sol. Se sentó frente a mí y me pareció interesante; al final resultó serlo. Le sonó el teléfono. Era escritor o periodista porque al otro lado de la línea tenía a un editor y estaban hablando de un artículo publicado ese mismo día.
Mi compañero de compartimento parecía sereno por su tono, pero como me gusta el italiano y lo hablo, puse el oído. Aquel señor, aparte de repartir leña contra algunos políticos, se quejaba con tanta serenidad como sarcasmo de ciertos aspectos de su publicación. Levantaba el tono lo justo, poco en mi humilde opinión para tratarse de un romano, para mostrarse enfadado, a pesar de su acaloramiento físico y anímico, con una educación y un vocabulario exquisitos, como el de los romanos.
Aquel viaje fue de flechazos de Civitavecchia. La Ciudad Vieja.