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miércoles, noviembre 20, 2024
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Pisar un volcán: El Etna

La montaña que veía de lejos era un volcán, el Etna. Cuesta trabajo imaginarte estar parada ahí ¿Qué se sentirá? ¿Puede pasar algo? ¿Cuándo fue la última vez que hizo erupción? El más activo de Europa, ¿a qué nos estamos refiriendo? ¿Cómo se sube un volcán? No tenía idea. Las preguntas fluían por sí solas como ha fluido la lava del Etna por Catania.

Cuando conocí la existencia del volcán, lo primero que llamó mi atención fueron las veces que ha destrozado al pueblo: siete ocasiones en total. La última actividad de relevancia se dio hace cuatro años, e incluso en enero pasado, este año 2012, sorprendió con una lluvia de ceniza. El Etna rompe con las posibles teorías que buscan entender su personalidad, su comportamiento. Es un volcán activo e irregular.

Fue emocionante estar en una carretera que rodea una montaña que es un volcán, con cinco cráteres en la cima y más de doscientas cincuenta calderas alrededor. Subir un camino cargado de un paisaje permanente, no sólo de la ciudad y la costa, sino que al subir y subir es imposible no encontrarse con el negro y el verde. En tramos de vegetación, el verde brillaba de vida, las flores abiertas, los bosques olorosos. Pero en otros el negro se impone, piedras de diferentes tamaños de color negro, rojizo, gris… negro. Curvas completamente verdes y curvas completamente negras.

Etna post

En una de esas curvas, una muy prolongada, casi completa, en la parte del centro como si se tratara de un sombrero, vi el techo de una casa. Con dos ventanas a cada lado del tejado. Eso era todo. El techo. Enterrada por un río de lava hace varios años. En otra curva había una casa que hoy es un convento de monjas, y la lava llega justo a la reja de la edificación, no cruzó el terreno. Como si le hubieran pintado una raya de límite.

Era una muestra del Etna, no llegaba a él, y las historias al subir se presentaban por sí solas, con imágenes que dejan ver su paso, su sentir y su fuerza. Espacios de carretera que han sido reconstruidos una y otra vez después de una erupción. Con huellas del paso del tiempo, del camino de la lava, de los ríos, de esa sustancia que hirviendo corría densamente para llevarse todo a su paso.

Aquel día hacía calor en la ciudad, llegó a rebasar el termómetro los cuarenta grados centígrados. No quiero parecer exagerada, porque viví en Mexicali, en México, en donde el verano se recibe con al menos cincuenta grados centígrados, pero en este caso la humedad me complicaba el día: sin mucho esfuerzo estaba agotada, agobiada. Sin embargo, mientras subíamos… refrescaba. El aire fresco, que al principio cayó muy bien, al poco tiempo me llevó a ponerme suéter largo y bufanda. El Etna es fresco, frío. Catania es duro con su calor, pero el Etna es el árbol que da sombra.

Terminó la ruta para la camioneta (más de una hora), era el turno de las piernas. Con un viento que se quería imponer pero que paseaba los olores de tal forma que envolvía y motivaba, la adrenalina se manifestó con fuerza, empezó a subir, junto con la ansiedad por ver qué había arriba, cómo era el Etna. Pisar un volcán.

Al igual que en las curvas de montaña, en la caminata vi esos cambios de paisaje. Verdes y negros, predominando el negro. En una caldera, se acentuaba la vegetación dispersa por la intensidad del negro, aunque fuera hierba: el verde ante el negro lucía, se imponía. Algunas montañas, por dentro, parecían de terciopelo por la vegetación a nivel casi de piso, una vegetación característica y poco usual, pues crece vida en donde no la hay: hierbas, pequeñas flores, ramitas que poco a poco se abrían paso entre las rocas para nacer y buscar la luz del sol.

Caminando encontré piedras que no me dificultaban el paso, pero me hacían lenta, piedras que eran más altas que yo, de 1,65 metros, piedras pequeñas como canicas que se comían mis zapatos. En algunos episodios subí y bajé de lado; parecía que estaba en una piscina de pelotitas de aire, que no te dejan salir del piso. Los pies se me hundían. Incluso en un tramo, para descender, simplemente guardé la cámara, me senté con las piernas dobladas y bajé deslizándome sobre las piedras, piedras muy porosas y frágiles que se desintegran al paso con poca fuerza.

Todo aquello tiene medio millón de años de vida, sus actividades se miden por miles de años; es entrar en otra dimensión del tiempo, de miles de años, cientos de miles. Las historias de esta intensa montaña se cuentan así. Su magma es su diario, plasmado a cada paso de su propio tiempo, en un idioma que no termina de estudiarse y entenderse.

Su tamaño, representaría más o menos ciento cuarenta canchas de fútbol, no con un solo cráter, sino con varios, a los lados, abajo. Es una montaña con mucha vida, con aire puro, con adrenalina, alturas y profundidades, con tranquilidad. Guardando un rugir dominante y atemorizador.

Durante el trayecto las preguntas no pararon de fluir, como la lava del volcán. Y, como el mismo Etna, muchas preguntas se convirtieron en afirmaciones, en asombro y curiosidad, como el volcán. No es sencillo entender a la naturaleza, por ser tan sencilla y ser… natural. Esas preguntas están madurando, llegará solo el instante en que cada pregunta brote, sin pronóstico, sin planeación. Como el volcán.

Arlene Bayliss
¡Ahorita Vengo! Eso dijo en su casa y no ha vuelto. De Tijuana en Barcelona. Comunicación y periodismo de viajes.
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