Reflexión desde la actualidad: dar vueltas para buscar respuestas. Por eso salgo de Venezuela y por eso vuelvo a Venezuela.
Es la segunda vez que compro un boleto que me hará volar sobre el Atlántico y lloro. La emoción del viaje por venir se me eclipsa en esos breves instantes de llanto en el que me siento culpable por irme. De casa, de mi país. No logro recordar con exactitud en qué momento Venezuela pasó a ser incertidumbre diaria.
Se puso todo peor, ¿cuándo? ¿2013? ¿2014? No, ya a finales de 2007 comenzaban a escasear algunos alimentos. En 2002 hubo un intento de golpe de estado. En 1999, Chávez llegó al poder. Fue ahí donde todo se puso peor. Cuando comenzó “la revolución”. Aquí ocurren cosas a diario que en otros lugares serían la noticia del año, pero el ritmo que llevamos nos hace estar montados en una ola que no termina de llegar a la orilla y que crece, se eleva muchos metros antes de caer definitivamente.
Muchos se han ido, cuando ya no queda más remedio, y muchos otros decidimos quedarnos y sobrevivimos a diario, buscando equilibrio en esa ola, para que no nos revuelque. Suena dramático y lo es. Nos ayudamos, hacemos eco de lo injusto, nos repartimos las medicinas en las que ya poco importan las fechas de vencimiento, nos contamos que allá se consigue harina, que ya no hay azúcar, que están vendiendo huevos.
Y pasan, pasan cosas dolorosas. Muertes, asesinatos, encarcelamientos, abandono. Pero sobrevivimos desde las ganas, desde el trabajo que sabemos hacer bien, desde ese levantarnos temprano, desde la creación y desde esa insistencia de imaginar que esto (esta ingobernabilidad, este no-gobierno, esta hiperinflación, esta división, este largo etcétera) también va a pasar. Y tiene que pasar.
Venezuela tan cerca de la libertad
Escribí este texto días antes que todo comenzara a cambiar, que una renovada esperanza se nos instalara en el ánimo y me cuelo entre mis propias palabras a destiempo como quien está dispuesto a aguantar lo que venga con tal de terminar con el sinsabor. En veinte años en Venezuela nunca habíamos estado tan cerca de alcanzar la libertad y ahora nos sabemos contentos, pero cautelosos, y esperanzados, pero atentos. Y el Gobierno que dispara, que miente, que encarcela, que humilla, que se hunde y vuelve a mentir.
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Es la segunda vez que compro un boleto que me va a llevar a algún punto de Europa y lloro. Porque la casa queda lejos, desamparada en el abismo y yo sigo, porque no sé estar quieta. Porque más allá de mi afán de ver mundo, hice de los viajes mi forma de vida: viajo, escribo, me pagan, como. Come mi familia. Y no concibo mis días de otra manera que no sean conjugando los verbos de mis rutas, que cada vez son más internas, más profundas, más lejanas en mis adentros. Pero me gana la culpa, aunque no debería. Y me la llevo en la maleta y me pesa y la arrastro por el aeropuerto como si abandonara la lucha, como si me retirara del propósito de insistir aunque sé que no. Porque yo sé que no. Que mientras nos desmoronamos, cada quien va construyendo como puede y nos reconocemos, nos animamos, nos consolamos, nos contamos lo bueno. Pero ya no más.
Dijimos ya no más.
Sigo el instinto y armo mi periplo por otras ciudades extrañas, saco cuentas y me encuentro en la risa de algún amigo. Dibujo la ruta en el mapa y la borro cien veces para que encaje con el vuelo de vuelta, el que me trae a tierra otra vez, porque siempre preciso volver y lo cuento, y viajo otra vez contando mi viaje, y construyo. Porque es bueno ir, llenarse de ideas y traerlas frescas para comenzar a enderezar los entuertos. Entonces, llorar por la razón que lloro me parece una cursilería y respondo al aire todas mis preguntas y no me lo permito, aunque se me escape el llanto.
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Es la segunda vez que compro un boleto que me llevará a una ciudad que no conozco y lloro porque me da frío pensar en el frío helado de la primavera en que llegaré. Y recuerdo esa vez en un salón de clases de fotografía en la que tenía que mostrar mi rutina cada domingo y la profesora supo leer mis fotos y me dijo que yo no me sentía a gusto en casa, que necesitaba salir y volver y que esas camas de hotel tan bien tendidas, con mi maleta al pie de ellas, eran mi necesidad de moverme. Pero esas camas de hotel no eran tal, sino mi cuarto y me di cuenta que no me reconocía en él y también lloré.
Pienso que eso nos ocurre a los viajeros, el no saber encontrarnos en un lugar o, al menos, estar en esa constante búsqueda de reconocernos a nosotros mismos en cada sitio al que vamos.
Imagino la maraña de pensamientos que confluyen al comprar un boleto: irme, volver y dar vueltas entre un punto y otro, no para demostrarle a nadie que viajo, ni para ufanarme de los kilómetros recorridos. No. Doy vueltas porque voy buscando respuestas y solo cuando las consigo logro estar quieta. O quizá no, quizá sea una fantasía viajera la de encontrarse en cada sitio y pensar que las ciudades, los pueblos, los países nos van dando pistas de nosotros mismos. No lo sé. Pero sí creo en la lejanía para comprender ciertas cosas, como que la única manera de vaciarme de la culpa es volando de un sitio a otro. Esa abstracción, ese momento sublime en el que entiendes que estamos hechos de decisiones, de certezas y desaciertos.
Es la segunda vez que compro un boleto que me hará volar sobre el Atlántico y lloro. Pero es un llanto breve, impreciso, impotente. Que desaparece, luego desaparece. Uno es casa, país, raíces. Puntos moviéndose sobre el mapa, que intentamos encontrarnos.
Viajar es libertad.
Y aquí nos la estamos procurando.