Jamás se había vivido algo parecido: un apagón de más de 130 horas que ya es metáfora y símbolo de la situación del país.
He comenzado a escribir esto en mi mente varias veces y mi único principio más certero es el que marca las 5.02 pm del jueves 7 de marzo cuando ocurrió un apagón general y Venezuela sin luz. Desde ese preciso instante que la luz se fue, mi teléfono quedó sin señal alguna y agradecí cuando escuché las llaves de mi mamá girando la cerradura de la puerta. Había llegado a casa justo a tiempo.
Nadie nos preparó para todo lo que venía después, a este silencio profundo y oscuro que está jugando con nuestra psique. En el primer momento que escribí esto en mi mente, estábamos cerca de las primeras 18 horas sin luz, sin noticias, con la angustia y la incertidumbre instaladas en el ánimo. Ahora, que por fin me he sentado en la sala de la casa a intentar escribir en papel, ya tenemos cerca de 30 horas de luces apagadas, de miedo, de comida descongelándose, de agua que se va.
Silencio oscuro que desgarra todas las palabras posibles
En casa tenemos un radio de pilas que solo sintoniza emisoras del Estado y ninguna información que salga de allí puede ser tomada como cierta. Es una radio cruel, que me desespera, que no quiero escuchar. Estas horas han avanzado con pasmosa lentitud, un vacío que te manda a dormir, sin dormir.
Nos ha tocado buscarle escapes a la mente, mantener la cordura con mucha disciplina y así hemos echado mano de lo que podemos: el libro de mandalas para colorear, el juego de cartas que nos ha hecho reír y contar puntos entre sotas y reinas, las 80 páginas de un libro que tenía tiempo con ganas de comenzar y que leí acostada en mi cama, arropada y en pijamas, no sé a qué hora, pero con la luz brillante del sol que estaba afuera. Y otra vez las cartas, y los mandalas, y el silencio dando gritos en mi cabeza.
Escribo esto un domingo, tres días después que comenzó la oscurana y lo hago con la luz de una vela agitada sobre mi libreta. Hoy al mediodía salí con mi madre a caminar, a respirar profundo, a ver qué decían los vecinos, la gente que nos cruzáramos en la calle. También buscando señal en los teléfonos que permanecían apagados para ahorrar la batería. Conseguimos dos bolsas de hielo que nos dejaron pagar después, cuando haya luz *, para mantener refrigerada la comida y también las insulinas de mi tía, que no pueden permitirse el calor.
No conseguimos señal, ni noticias alentadoras, pero tomé una foto del sol colándose entre los árboles. Pienso, pienso mucho, el susto me llega al estómago y hace que se me ponga pequeño, las lágrimas están ahí a punto, pero no terminan de salir. Estamos todos un poco quebrados por dentro, se nos nota en la cara y así juntos nos vamos remendando las angustias.
Cuando llegó la luz al sector de Caracas donde vivo, unas tres horas después de cerrar mi libreta, también llegó la señal telefónica y con ella las malas noticias: las cifras de muertos en los hospitales saltaban del teléfono, el olor de la comida podrida se colaba entre cada noticia leída con desespero. Al no tener luz, tampoco hay agua y en muchos lugares, tampoco hay gas. Es el caos como un monstruo que se levanta sobre pies oscuros. Muchos sectores de Caracas seguían apagados, y aun hoy, a casi 130 horas de ese jueves a las 5.02 pm cuando todo se oscureció, hay partes de mi país que no han tenido tregua, ni un atisbo de luz, de nada.
Ha habido saqueos, vandalismo, gente que ante el desespero ha bajado a las orillas de ríos mugrientos a buscar agua, y otra gente absurda que cobra 1$ por 10 minutos de carga en el teléfono o 3$ por una bolsa de hielo. Así, en dólares que ni siquiera es nuestra moneda, pero es la que más se mueve porque el bolívar no vale nada.
Pero también aparece gente que ha unido esfuerzos para repartir comida, compartir el agua, para comunicar a unos con los otros y tejer redes. Ha habido detenciones forzosas, periodistas a quienes intentan callar, transformadores que estallan y vuelven a dejar a sectores sin luz, intentos de suicidio, gritos de madrugada, insomnios larguísimos. “Estamos bien, sin agua, pero bien”. “Estamos bien, sin batería, pero bien”. Esas frases extendiéndose como eco, intentando calmar a los amigos y familiares que están lejos. Salir de la oscuridad, ese hueco.
Y pensar que hace unos días este texto era otro. Uno que intentaba contar que las fronteras de Brasil y Colombia con Venezuela están cerradas. Que ya no se puede pasar a comprar alimentos, ni los niños pueden ir a estudiar. Pero en Venezuela cada día dura un año, y en ese año, suceden tantas cosas que nos arrastran y parece que no nos dejan asirnos a algo seguro. No sé escribir, por los momentos, con otra voz que no sea la de la incertidumbre.
***
Hace tiempo, cuando algún lector de mis viajes me decía que quería venir a Venezuela, pero le daba miedo, siempre logré convencerlo de lo contrario. Tomando las previsiones necesarias, el viaje era posible. Desde hace dos meses, cuando me preguntan lo mismo, comencé a responder que quizá no era el mejor momento, que la situación estaba algo tensa y me perdía en detalles sobre el precio del dólar negro, la escasez de gasolina, lo escaso del transporte. Pero nunca les dije que no vinieran porque quizá, quien sabe, por como andaban las cosas podrían vivir un apagón nacional de cuatro días y quedarían aislados de todo. No, eso no se los dije, no se me ocurrió, no lo imaginé.
* La moneda nacional no vale nada por culpa de una hiperinflación récord y hay escasez de dinero circulando, por lo que la práctica común ahora es hacer pagos electrónicos.