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viernes, julio 26, 2024
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Viaje al Perú, a la partícula del yo

Todos los viajes, incluso aquellos que no están supeditados al movimiento, se sustentan sobre la cualidad más humana de todas: la experiencia de la búsqueda. Si lo pensamos bien, la vida misma es un trayecto entre una posible pregunta que buscamos responder —quién soy, de dónde vengo, a dónde voy— y una posible respuesta que quedará irresuelta, pues en su misma esencia está la fluctuación: cuando parece que por fin la tenemos, se escapa. La verdad, quizá, es como una mariposa, pero seguimos buscándola, aun cuando atraparla suponga nuestra despedida. Joseph Campbell llamó a nuestra búsqueda, y no sin razón, «el viaje del héroe», pues hay cierta hazaña en marcharse a lo desconocido y retornar al hogar siendo alguien distinto a quien se era.

Pero viajes hay de muchos tipos. El mío fue un viaje de ayahuasca, que me llevó a la selva del Perú y al centro de mi inconsciente. El punto de partida fue un oráculo: encontrarás al gran hombre antes de cruzar las aguas, dijo el I-Ching. Hacía un año que esperaba su permiso. 

La selva del Perú
La selva del Perú |Fotografía: El Comercio Perú

A Tarapoto, en el norte de Perú, llegué haciendo escala entre la cordillera y la selva. Mi destino era Iquitos, donde creí que encontraría al curandero que me deparaba mi oráculo, pero los barcos a menudo se sumergen en la selva sin calendario y yo llegué un día tarde. Después me contaron que en Iquitos la ayahuasca se vende en las calles en vasos sucios por un puñado de soles. Esa no era la experiencia que anhelaba, pero aún no sabía. Mientras esperaba un barco, viajé a Lamas. Lo primero que encontré allí fue una mariposa flotando en el agua del váter, una gigantesca morpho azul eléctrico todavía viva. Tomé su cuerpo suave y blando y sus alas exuberantes vibraron de nuevo en el aire. Después, encontré Wayku: un poblado indígena rodeado por un lado de ciudad, por otro de selva, y asentado en torno a una plaza polvorienta color ocre donde los niños representaban antiguos bailes tradicionales para los turistas vestidos con cuentas y pezuñas. El tercer encuentro fue intuitivo: mientras caminaba entre las casas de adobe, sentí la presencia de un arraigo a ese lugar desconocido. Aquella noche me mudé a una de las casas del poblado. Rubén y Guillermina me dieron la bienvenida con una bolsa de mapacho —tabaco de selva— para ahuyentar a los zancudos y a los espíritus. Tardé diez días en atreverme a preguntarle a ella: «y aquí, ¿tomáis la ayahuasca?» 

En 2008, el gobierno de Perú sentenció que la ayahuasca era «uno de los pilares básicos de la identidad amazónica». En la práctica, esto significa que la cosmovisión amazónica sobre la existencia del mundo, la relación con los otros seres, e incluso la forma en que trabajan la tierra, crían a sus hijos o se sanan, se contrapone completamente a la nuestra, hijos de occidente y del cientifismo y la tecnología. Ellos se protegen de los espíritus con humo de tabaco y canela en rama, sus cosechas se echan a perder si se siembran con manos dulces, la gente del pueblo muere por la picadura de víboras invisibles —animal de la envidia— que envían los brujos como último castigo, se comunican con las ánimas que habitan en cada árbol y en cada piedra en un lenguaje subyacente y ritual, y nosotros los miramos desde lejos sin atrevernos a interpelarlos, y los tachamos de locos, desubicados, esotéricos, incivilizados, bárbaros salvajes. Pero cuando se vive entre ellos se comprende lo que significan nuestras diferencias: la creencia allí, y también aquí, es la verdad, incluso aunque esta tenga una forma simbólica y haya que descender a las profundidades del símbolo para entenderla. 

Cuando traspasé el umbral de lo insólito, mi intuición comenzó a funcionar separada del cuerpo. Pronto aparecieron junto a mi cama las hormigas de la fiebre —no me tocaron— y las tarántulas. Les di permiso para quedarse, sabiendo que significaba, tal vez, que los límites de mi sentido común, compartido colectivamente con los míos, estaban difuminándose. Una noche, en sueños, una mano con la textura de la soga de la ayahuasca me tocó con su dedo espigado en medio de la frente y, al despertar, conmovida por la visión, supe que mi mente racional por fin había claudicado y que había llegado el momento.

Unos días más tarde Braulio Sinarahua Salas simplemente apareció. 

 Williams Burrough viaje a peru
Williams Burrough (1914 – 1997)

El caserío de Solo se encuentra a orillas del río Mayo, a unos 15 km de Lamas, rodeado por la vegetación del piedemonte con sus insectos y bestias, y unido a la última carretera de la selva por un funicular amarillo que atraviesa las aguas. Al otro lado, Braulio Sinarahua Salas nos espera. Está preparando café sobre el tronco de un árbol y tiene la mirada líquida de los que ya saben. A su lado tiene dos garrafas de plástico hasta arriba de un líquido parduzco que, nos dicen, nos llevará de viaje al mundo de los espíritus. En quechua, «ayahuasca» significa «la soga de los muertos», una hermosa metáfora para referirnos a ese fino hilo que mantiene el cuerpo vivo mientras la mente se pierde. Los que vamos a su encuentro queremos traspasar el umbral de lo visible y sumergirnos de lleno en un viaje cuya meta es imposible de conocer de antemano. Pero, como en todo viaje, prevalece la búsqueda: los indígenas de Lamas toman medicina para sanar el cuerpo a través de la purga que producen los vómitos y el ayuno; los franceses y norteamericanos acuden para sanar un cáncer, una adicción, una depresión; incluso los hay que se acercan a la ayahuasca para trascender lo mundano y acercarse a lo divino.

William Burroughs, escritor beat, anhelaba la experiencia total del cuerpo y la mente, contagiado de su obsesión por las drogas. Alguien le había hablado de la planta sagrada de los indígenas de la Amazonía. Recorrió una Colombia en guerra y se internó en el Putumayo varias veces en busca del yagé. En las cartas que le remite a su amigo Allen Ginsberg, le dice: «la ayahuasca es un viaje en el tiempo y en el espacio». Ginsberg seguirá su camino años más tarde y le devolverá por escrito una visión: «me sentía como una serpiente vomitando el universo». Él se había encontrado con dios, con el todo, con el arquetipo de la divinidad, con el pánico y la euforia originarias, motor de toda creación, y se había salvado. Isabel Allende viajó al Perú para su toma, pero su búsqueda era distinta: había perdido la conexión con su creatividad y con su viaje quería regresar a la niña que veía espíritus en su casa de infancia. Dejó escrito: «percibí lo que decía mi abuela: el espacio está lleno de presencias y todo sucede simultáneamente». 

El chamán Braulio Sinarahua Salas, cuando cayó la luz, nos guió a nosotros los jóvenes hasta el centro de su cabaña de adobe y nos mostró el camino a ese mundo de los seres invisibles que otros, antes que nosotros, habían conocido.

Entonces, el chamán comenzó a icarar, y con su canto las energías que poblaban el espacio empezaron a movilizarse. Por el rabillo del ojo —nunca de frente— vi el iris oblicuo de una gran serpiente azul, en cuyo vientre, al mismo tiempo, estábamos encerrados. De pronto, fogonazos blancos y celestes, del color de los espectros, me nublaron la vista, como se la nublaron a Burroughs en su viaje de yagé, y sentí mi cuerpo como un trapo viejo que estuviera siendo escurrido hasta destilar de él toda conciencia del presente y del yo. El chamán se acercó a mí; quizá me quejaba. Con el humo del mapacho sopló mi frente y mi nuca y mis muñecas y mis tobillos, y con el agua florida untó después esos mismos lugares para protegerme. Yo tenía mucho miedo y susurraba «mamita ayahuasca, mamá, no quiero morir, no me hagas daño. Quiéreme». Una voz, o la conciencia de la palabra, emergió en algún lugar donde todavía podía escuchar.

Y dijo:

—Debes quererte tú primero.

Después de aquello nos tumbamos en nuestras esterillas en el suelo e intentamos dormir. Bajo la tela negra de mi conciencia expandida veía la silueta de formas geométricas que se movían sin detenerse nunca. Supe: esto que veo es la mecánica del universo. Después llegaron los patos, decenas de ellos, persiguiendo luces por el patio del maizal junto a mi casa en Wayku, donde vivía. Simultáneamente, llegó la angustia la euforia el pánico el temblor la alegría la valentía el llanto la angustia de nuevo. Al final, caí en un espacio en el que aún me percibía despierta, pero incapaz de controlar las imágenes que me sobrevenían. Detrás de mí, oí al chamán:

—Marina, ¿has arrojado?

Violentamente abrí los ojos y me abalancé sobre el cubo que nos había adjudicado para vomitar. Toda la medicina, que había permanecido en mí mucho más tiempo que en los otros —¿me volveré loca?— empezó a removerse en mi vientre. Por fin lo arrojé todo.

A. Ginsberg-viaje-peru
Irwin Allen Ginsberg (1926 – 1997)

Fueron seis noches, tres tomas, tres vigilias en Technicolor en las que la ayahuasca me llevó primero a la locura a través de las visiones, después a la culpa y al dolor de los recuerdos sin expurgar, y en tercer lugar me condujo a la paz: pasé la última noche caminando los paisajes de mi infancia, tocando los objetos de las casas que ya no existen, escribiendo cartas infinitas de gratitud a mis amantes y sostenida por una permanente sensación de recogimiento y abrazo. Me recuerdo agradeciendo a la ayahuasca por la ternura y por no haberme dejado morir, que era de algún modo una forma de agradecerme a mí el atrevimiento de mirarme más de cerca. Las personas con las que tomé, silenciosas, abrieron el día; yo fui la última en dormir y en despertar del viaje, pues al borde del alba había visto la silueta de un enorme pájaro cernirse sobre mi cama, símbolo de protección. El chamán Braulio Sinarahua Salas apareció temprano con una gallina sin plumas y el pescuezo retorcido y la puso a cocer lentamente, junto al arroz mingado y el plátano macho de cada día. Íbamos a romper la dieta: le añadiríamos sal al caldo y con ese acto de tierra el viaje habría terminado. Antes de comer, nuestro chamán nos envió a la orilla del río Mayo y nos pidió que nos bañáramos y que dejáramos ir, agua abajo, lo que ya no nos merecía la pena seguir cargando adentro nuestro.

En su viaje a la partícula del yo, Isabel Allende perdió «el miedo a la muerte» y experimentó «la eternidad del espíritu». Ginsberg y Burroughs, conocieron «la auténtica locura». Me he preguntado tantas veces qué buscaba yo: quizá respuestas al futuro, saber cómo continuar con la vida después de perder todos los nortes. Quién soy, de dónde vengo, a dónde voy. Preguntas humanas. También buscaba retiro, silencio, cuerpos cerrados, bocas silenciosas, sin olor, sin luz, penumbra y, de ahí, renacimiento. Allende, Burroughs y Ginsberg encontraron lo que iban buscando: creatividad, un éxtasis inaudito, conciencia suprema de la red inabarcable que nos envuelve. Lo que yo traje de mi viaje fue solamente una certeza: la de la dulce y profunda seguridad de que el amor lo es todo. En mi viaje de regreso al mundo de los vivos cerré los ojos, y por fin vi.

Marina Hernández
Periodista, escritora y viajera. Se ha especializado en crónica y ensayo sobre viajes y en escrituras del yo e imparte cursos de escritura de viajes desde Madrid.
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