La búsqueda y el encuentro con College Road fue un pequeño viaje en sí mismo. Sus viviendas y sus pequeños jardines abiertos y decorados con plantas, un par de sillas de jardín en la entrada; árboles y chimeneas, hacen de este barrio uno muy lindo y acogedor, con la atmósfera que le da la cercanía con el lago Atalia. Aunque la sensación es de estar a las afueras de la ciudad, apenas caminé diez minutos del centro a este punto, en Galway, en la costa oeste de Irlanda.
Llegué al centro de la ciudad y empecé a caminar con destino al número 25 de College Road, lo encontré y toqué el timbre. Apareció un señor de cabello blanco, de piel también muy blanca y una gran sonrisa. Usaba tirantes. Le di los datos de reservación y me pidió esperar. Se fue y lo escuché hablar con alguien más. Se tomó su tiempo. Paola, mi compañera de viaje y yo nos miramos y nos sentimos un poco desconcertadas. Un par de minutos después apareció el hombre y nos pidió acompañarlo, yo me quedé con las maletas en recepción. No sé qué pasó durante un rato porque me dediqué a hojear los folletos de una estantería hasta que escuché que me llamaban por mi nombre. Atravesé la recepción y un pasillo para entrar en una habitación y vi a Paola y a dos señores, gemelos, ambos en tirantes y de tierna sonrisa. Nos habíamos equivocado de dirección y ellos mismos habían verificado la información.
Salí de la casa de huéspedes de los gemelos con un buen sabor de boca. Se dieron cuenta que había un error en la información y no se limitaron a decir que en su sistema no existía la reserva, buscaron el origen de la confusión, llegaron a la vivienda correcta, confirmaron y poco faltó para que nos acompañaran y dejarán en la puerta del número 25. Fue un buen primer encuentro con la gente de la ciudad. Sólo debíamos cruzar la calle y caminar unos cuantos pasos para llegar a la dirección.
Sin problema se encontró la reserva, dejé mis cosas y cerré la puerta por fuera. Apenas salí a College Road y escuché un ruido a lo lejos, un eco. No distinguía si se trataba de una fiesta, un concierto o un partido. El bullicio venía en sentido contrario al centro pero no se escuchaba muy lejos, caminamos hacia allí. ¡Era un juego! Parecía de fútbol americano y en cuanto mi cerebro procesaba que no podía ser americano, primero reaccionaron mis labios y luego el habla. ¡Están jugando rugby! Casi a grito abierto me dijo Paola, emocionada. Vi gente parada detrás de la reja, seguí caminando hacia la puerta y vi gente parada cerca del campo. Vi el campo. No era pequeño pero no era un monstruo arquitectónico, gradas laterales y sobre todo, me sorprendió la cercanía con el campo. No lo pensé dos veces y caminé muy segura hacia la puerta, no vi candado, empujé y estaba abierta. ¡Entramos! Parece que lo hicimos a una burbuja.
Nunca había presenciado un juego de rugby y quedé sorprendida por la energía y la fuerza que reflejaban los cuerpos de los jugadores. A mí me envolvió su energía desde que escuché ese eco a la distancia, reaccioné. Un poco tonta me quedé parada, perpleja. Quedamos. ¡Qué cuerpos! ¡Qué músculos! ¡Qué pierdas! ¡Qué hombres! ¿De qué va este juego? ¿Cómo se juega? ¡Qué corpulentos! Las espaldas, los muslos, los brazos. Estaba cerca y pude ver que mientras yo estaba abrigada de pies a cabeza por el frío, ellos estaban empapados en sudor. Todo su uniforme estaba adherido a esos músculos. Sonreí. Me parecieron Hércules del siglo XXI.
Regresé a mi realidad y busqué a Paola. Su cabellera negra es tan intensa que resaltó muy fácilmente entre los rubios y pelirrojos irlandeses, se había ido de largo como turista china con su iPhone tomando video. Mientras, una decena de chicos desde la grada la animaban, levantaban su vaso de cerveza y le gritaban, querían salir en la foto. La perdí de vista y vi que no sólo los jugadores de rugby tenían esos cuerpos monumentales, no sé si aquellos chicos tenían 20 o 30 años pero me parecieron hombres grandes, de grandes cuerpos, fuertes. Grandes mandíbulas, de piel blanca, distinta a los estadounidenses, algunos con las mejillas rojas por el frío, con mirada pícara y por lo general, me dieron la sensación de ser sonrientes y receptivos, no evaden mirada, la devuelven con algún gesto.
Volví a buscar a Paola y estaba haciéndose un selfie con la botarga de uno de los equipos. Pude ver a quince metros sus labios con una sonrisa de oreja a oreja. Me miró y se acercó caminando con ojos de niña viendo a su mamá llegar por ella al colegio, ansiosa por contarle lo que sentía y estaba viviendo. Estaba feliz. Llegó conmigo y solamente nos carcajeamos juntas. Era evidente que sentíamos la energía irlandesa por todo nuestro cuerpo. Nos quedamos mirando el partido tratando de entenderlo. Era imposible, no pude detenerme a razonar siquiera. Estuve mirando todo a mi alrededor y los jugadores atrajeron mi mirada por ese cierto carácter guerrero que me parecía dominaba su mirada. La jugada donde un integrante del equipo es levantado por el resto para buscar tomar el balón, quedó grabada como una postal en mi memoria.
No importó quién jugó contra quién, tampoco el marcador, lo que importó durante esos quince o veinte minutos fue formar parte de la vibra del rugby en Galway y del campeonato mundial que se vivía en octubre del 2015. Era la primera noche en Galway y no había salido de College Road y ya estaba efervescente. Quería más. Al salir del campo y regresar a College Road, fue muy extraño regresar a la calle donde llegué, volví a pasar por el número 25 pero yo, ya era otra, ya había conectado con la ciudad.
Fotografía de portada: Tommy Clarke