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sábado, octubre 5, 2024
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Mérida no es “La Ciudad Blanca” de México

Se le conoce como La Ciudad Blanca, porque se pensaba era para que la habitaran personas de tez blanca. En realidad es una ciudad color pastel, de casas rosas, amarillas, azules, verdes.  La ciudad es un campo plano que se pierde en el horizonte. Las calles son paralelas interminables. Mérida, Yucatán, se me revela como una ciudad moderna pero de costumbres arraigadas. La modernidad y la historia indígena en un juego complementario siempre. Durante el día no se ve mucha gente por la calle. A pleno sol, sólo algunos descerebrados como yo deciden caminarla.

Todo se llama aquí Montejo o Chilam Balam. Nombres que le da a la ciudad su identidad, una española, otra indígena. Francisco de Montejo fue el conquistador de Yucatán y Chilam Balam, escribió los libros que relatan la historia y cultura maya antes y después de la conquista. El Paseo Montejo atesora los edificios tradicionales de Mérida. Es una avenida ancha en donde se ubican los mejores restaurantes y sitios de esparcimiento. Las casas gemelas, un poco derruidas, el monumento a la patria y algunas estatuas como la de Gonzalo de Guerrero, padre del mestizaje, quien tras un naufragio decidió adoptar las costumbres mayas. Se dice fue el primer español que renunció a su pasado para casarse con una indígena.

Centro histórico de Mérida. |Fotografía: Arlene Bayliss
Centro histórico de Mérida. |Fotografía: Arlene Bayliss

Al calor abrumador de 36 grados, me acomodé en una banca para observar las calandrias, autos, camiones y la gente pasar. Algunos me observaban con rareza, mientras que el tiempo no me preocupa.  Solo soy un espectador del mundo, que lo describe para darlo a conocer.

El trato es excepcional, contrario a la expectativa que llevaba sobre su hosquedad con el visitante, especialmente si son de la Ciudad de México. Y es que a los chilangos nadie los quiere por su fama de aprovechados, arrogantes y ventajosos. Hasta cierto grado los entiendo, pues es difícil desprenderse del acelere citadino a cambio de la calma y sosiego que significa la provincia mexicana.  Los yucatecos tienen fama de ser lentos o torpes, pero eso es un mito, lo que pude ver es que son despreocupados, dejados de las cosas sin importancia que nos abruman a la mayoría, como puede ser una atención expedita en un restaurante o solicitar una factura y todo lo que implica obtenerla.

En los Almendros, uno de los restaurantes tradicionales en Mérida, experimenté algo de ésta realidad. Al llegar, pedí que me hicieran una factura por mis alimentos. Me solicitan el Registro Federal de Causantes (RFC), pero faltaba el dato de mi Delegación Política. El mesero  minutos después pregunta: “Disculpe, ¿en qué delegación vive? Gustavo A. Madero fue mi respuesta. Se la apunto para que no la olvide, insisto. Y mientras se toca con el dedo índice repetidas veces la cabeza y con una sonrisa como queriéndome decir “tonto no soy”, me contesta, no, no, no… ya me la aprendí. Mientras terminaba de comer, al cabo de media hora, vuelve el mesero y afirma,  solo para corroborar, su delegación es Miguel Hidalgo, ¿verdad?,  No, ya le dije que es Gustavo A. Madero. – ¿Se la apunto para que no la olvide? – y de nueva cuenta el “no, no, no… ya la memoricé…”  Ya para firmar mi cuenta y exigir mi factura le pregunto: “oiga, si le puso Gustavo A. Madero a mi factura, ¿verdad?,  No sé, pero si quiere vamos a la caja por si no está bien y ahí la corrige en todo caso.

Lo que pasó con la intención de cargar la batería de mi celular no fue menos fortuito. Le pregunté al mesero en dónde podía conectar mi celular.  Sígame por favor. Al llegar a donde supuse era el área de cocina, me detiene antes de cruzar una puerta y advierte: espere aquí, iré a buscar al capitán – Después de dos o tres minutos de espera, no sale nunca y regreso a mi mesa. Cuando vuelve a aparecer el mesero le pregunto, oiga, me dejó ahí parado, ¿En dónde puedo conectar mi celular? Y sin la menor preocupación, contesta: espere que le llamo al capitán. Se da la vuelta sin darme la oportunidad de decir algo más. Al cabo de unos minutos llega el capitán. ¿Desea conectar su celular verdad?, sígame por favor. Me lleva al mismo lugar y me pide esperar justo en la puerta en dónde me dejó el mesero inicialmente. Le intento decir, oiga…, pero… y se mete sin más.

Esta vez no esperé más de un minuto, así que desistí con el tema.  Cuando dejo el restaurante, el capitán me despide y me acompaña muy amablemente a la puerta preguntándome – sí pudo cargar su celular, ¿verdad?, Ah, sí claro, muchas gracias por su ayuda, fue mi respuesta. Estamos para servirle,  contesta.

Tal vez por los corajes que hice en Los Almendros, la comida me cayó mal. Unos amigos me dijeron  claro, en Los Almendros no hay persona que se ponga mal cuando come ahí. Así que no tuve otra opción que quedarme en el hotel sin salir de noche porque no aguantaba los retortijones. Acostado en mi cama y hecho bolita con manos en el estómago, sonó el teléfono de la habitación diciéndome la recepcionista que una persona de nombre Ricardo González quería hablar conmigo. Rechacé la llamada, pero al cabo de una hora y media más, vuelve a sonar el teléfono. Esta vez me explica el Jefe de Recepción del hotel en turno: “Señor González, ya sé que usted no trae carro, pero en la línea está el comandante de la policía local para hacerle unas preguntas sobre un Jetta rojo con placas del Estado de México estacionado afuera del hotel”- Pues, ¿para qué quieren preguntarme sobre algo que no es mío?, contesté.  Lo consultamos con el gerente del hotel y ya les dijo también eso, ¿entonces?, insistí. Pues dice que son preguntas de rutina que no se tarda mucho. Mire usted, le dije: yo no quiero hablar con nadie y ni se quiénes son esas personas… y sin más cuelga el teléfono, pero me deja la llamada.

El comandante en cuestión, explica: “verá, ¿usted es Jaime González? y sin darme la posibilidad de afirmarlo o negarlo  continua. Yo soy de la policía estatal y estamos investigando sobre un vehículo Jetta color rojo que está abajo en el hotel por que trae armas de grueso calibre y …” Antes de seguir, lo interrumpo diciéndole que yo ni traigo carro y en todo caso seguramente me estaban confundiendo con otra persona. Con autoridad me pide callarme y afirma asegura con cierta arrogancia trabajar para el grupo de narcotraficantes, y qué andan investigando de quién era el mentado Jetta rojo. Al subir el tono de voz y las majaderías, decidí colgar, pues no aguantaba el dolor de estómago. Traté de dormir.

Minutos después pensé: “¿Y éste tipo cómo supo mi nombre? ¿Y cómo sabe que estoy hospedado aquí? Bajé de inmediato al Lobby para cuestionar al Jefe de Recepción el porqué de la llamada. El aseguraba que yo había aceptado recibirla. Lo negué pero me acordé de lo “despreocupados” de las simplezas que son los yucatecos.  Pedí que me cambiaran de habitación o de hotel. Me hicieron reservación en otro, pero a la sugerencia de mis amigos, insistieron que no aceptara, pues seguro tenían mis datos en los demás hoteles de su cadena.

Y a partir de ahí uno entra en una combinación de trance y pánico que todo le parece sospechoso. Al tomar el elevador para regresar a mi habitación por mis cosas, un tipo se acerca rápidamente, me da un leve empujón, se mete al elevador y pregunta: “¿va a subir?”. Le respondo que no, que haré una llamada que temía se cortara dentro del elevador.

Subí en el siguiente elevador a la habitación y salí del hotel en compañía de mis amigos a quienes llamaba por teléfono y que amablemente acudieron a mi hotel y me ofrecieron su ayuda para conseguir otro hotel a plenas dos de la mañana con dolor de estómago que me aquejaba. Antes, me informa el Jefe de Recepción haber dado parte a la policía municipal y que en todo caso le ofrecieron “escoltarme” al lugar a dónde yo decida. ¿Qué? ¿Cómo se atreve a decirme eso?, ¡no ve que son los mismos, carajo! Yo me voy de aquí.

Al salir del hotel, el Jetta rojo con placas del Estado de México estaba estacionado. Había un policía municipal o estatal con otro tipo medio raro que le decía: “es ese el Jetta rojo”.  Ya solo faltaba que dijeran: “¡y ese que va saliendo es el presunto dueño!” Mis amigos y yo nos quedamos impávidos. – Arranca, arranca… vámonos de aquí – imploré.

Deambulamos un par de horas por la ciudad buscando un nuevo hotel, hasta que encontré uno con disponibilidad. Mi primera indicación fue que no me pasaran llamadas de nadie. Al entrar a mi habitación desconecté el teléfono. Mi sueño era interrumpido tal vez por la sensación de inseguridad que me había sembrado en la mente aquél suceso.  Al amanecer había resuelto devolverme a la Ciudad de México en el primer vuelo, pero, además de pagar un cargo por cambio de itinerario y el lugar que había disponible correspondía a una tarifa premier, decidí quedarme, pues originalmente había decidido no solo visitar Mérida, sino las ruinas mayas de Chichén Itzá. Uno de los intereses principales del viaje.

Siempre la cosmogonía maya me había inquietado y no lo iba a dejar pasar por un susto como el que me había llevado, que dicho sea de paso, me dejó mucho tiempo en qué pensar. Y es que uno no piensa que le pueden suceder esas cosas, aunque estoy seguro que no hay persona que no conozca a otra que le haya pasado algo similar. No cabe duda que la delincuencia en este país ha rebasado cualquier frontera.

Pese a lo acontecido, traté de olvidar el incidente. Así que busqué un tour, antes, asegurándome de su legalidad y responsabilidad. No sea que los guías de turistas sean parte de otro grupo criminal y no solo yo, sino el grupo de 7 personas que se juntó para el recorrido, termináramos como víctimas de un secuestro exprés. Con tal zozobra, lo tomé.

Zona Arqueológica de Chichén Itzá, Yucatán. |Fotografía: Arlene Bayliss
Zona Arqueológica de Chichén Itzá, Yucatán. |Fotografía: Arlene Bayliss

Chichén Itzá está a 30 kilómetros de Mérida. Fue recientemente  declarada una de las nuevas siete maravillas del mundo, pues es una de las ciudades mayas de mayor significado en el sureste mexicano. Y no daré una clase de historia sobre los mayas, que seguro ya se ha escrito hasta el cansancio. Pero de todo lo que se ha dicho, hubo dos cosas que no dejan de sorprenderme: la capacidad ingenieril, así como la organización social, religiosa y ritual del pueblo maya.

La pirámide guarda una perfecta simetría y basta cerrar los ojos y tratar de imaginar a la gente que andaría por ahí hace mil años en el juego de pelota, que dicho sea de paso era más bien un ritual. O imaginar al rey maya poblando lo más alto de la pirámide, elevando sus plegarias a Kukulkán para asegurar las cosechas. O imaginar el colorido de sus atuendos adornados con plumas de quetzal, jade y obsidiana.

Causa cierta incredulidad la forma en que se deformaban el cráneo y se limaban los dientes o incluso la práctica del estrabismo. Para los mayas, eso hacia lucir mucho más atractivos tanto a mujeres como a los hombres. Y no entiendo como ahora muchas personas desaprueban con especial ahínco a las que visten de tal o cual forma o usan tal o cual corte de pelo, atavío o tatuaje. El concepto de belleza es tan universal como pueblos, ciudades o costumbres existen.

La sociedad maya heredó un pueblo que al ver su nariz alineada con  la frente de los mayas de ahora, resta imaginarlos correr tras un tapir con cuchillo de obsidiana en mano y lanza para cazar.  Nunca entendí por qué dicen que los mayas y su cultura desaparecieron. Los mayas siguen ahí, a un lado de la carretera rumbo a Chichén Itzá se pueden vislumbrar las casas de vara y palma. Personas que aún viven del intercambio, la agricultura y la caza; que siguen ofrendando a los dioses objetos y oraciones que les aseguren un mejor año para su familia o una mejor cosecha.

Los yucatecos de hoy siguen extrayendo agua de los pozos para su subsistencia. El pueblo maya sigue siendo ritual al amparo del mestizaje y que ha moldeado lo que son ahora. Heredaron inteligencia y una gran cultura, a excepción de mi mesero en Los Almendros y al Jefe de Recepción del hotel. ¡Vamos, no siempre se tiene lo que se quiere! Así es la vida de injusta para algunos.

Zona Arqueológica de Chichén Itzá, Yucatán. |Fotografía: Arlene Bayliss
Zona Arqueológica de Chichén Itzá, Yucatán. |Fotografía: Arlene Bayliss

Los cenotes son impresionantes agujeros de naturaleza acuífera y con profundidades, dicen, hasta 40 metros en donde arrojaban las ofrendas a los dioses para asegurarse un mejor futuro. Los mayas decían que los cenotes son el ojo de Dios en la tierra. Se dice que los principales son 13, y eso concuerda con el año sagrado maya: trece periodos de veinte días que sumaban 260 días, sin embargo, el año civil era de 365 y en la pirámide se puede constatar, pues cada lado cuenta con 91 escalones que multiplicado por cuatro suman 364, más uno que conduce al templo. Pero como dije anteriormente, no es mi afán dar una clase de historia, puesto que ni soy docto en el tema y hay muchas cosas por saber, de las que me pasaría hojas enteras tratando de explicar.

Para llevarse una impresión total de la civilización maya de aquel entonces, existe un museo interactivo y moderno en el que se puede analizar a mayor detalle lo que trato de describir. A mí me tocó un recorrido guiado con unos chinos y un grupo de niños. Y no estoy seguro quiénes son más escandalosos. De los niños, es de esperarse, pero nada más bizarro que un grupo de chinos fuera de China hablando español.  Es una experiencia insuperable.  A lo largo del museo fui corroborando lo que me expusieron en Chichén Itzá, y si algo me dejó una sensación de asombro y nostalgia fue la explicación de la vestimenta femenina.

Las mujeres mayas se vestían de acuerdo a su situación civil. Si eran solteras tenían el moño con el que se agarraban el pelo del lado izquierdo, si eran casadas, del lado derecho. Si estaban de luto, usaban un tejido blanco con bordados de color negro muy discretos. Los vestidos de boda eran de una agudeza colorida de ingenio humano, pues los colores sobre el telar blanco sobresalen con una belleza indescriptible. Cuando una mujer maya tenía pretendiente, debía saber tejer y bordar para poder casarse, por tanto, debía tejer su vestido de boda, y si no sabía hacerlo, simplemente no había boda. Al escuchar ésta historia, el grupo de chinos aseguraban orgullosos con su acento clásico y fallido: – ¡Ahhh, si, si, en China es igual, no borda, no boda…!

En el vestido, la mujer maya vertía toda su genialidad para hacerse del mejor tejido y así enorgullecer a su prometido de su habilidad. A este acto se le llamaba: “El tejido de las Virtudes”, pues en él, se dice que la mujer maya estampaba en bellos colores su dignidad.

Entre más bello más virtuosa era.

Salí del museo para comprar algunos recuerdos en su tienda. Y ésta vez mi rara experiencia no fue con un yucateco; fue con una mujer ladina, chilanga, por su acento y su forma de ser. Estaba intentado pagar un libro de poesía maya en tanto que la señora preguntaba a la empleada qué tan lejos estaba Kalakmúl.

La empleada ignoraba la respuesta. Yo también. Eso alteró el estado de ánimo del cliente en cuestión. Irritada por la negativa, alega: “es que no es posible que nadie sepa contestarme. Llevo aquí varios días y ninguna persona me ha sabido aclarar mis dudas. Tienen una ciudad muy bonita y un museo excepcional, pero no es posible que no sepan nada de su pueblo… Yo sentí pena ajena y traté de aligerar la plática diciéndole: si, usted tiene razón, habría que trabajar mucho en eso, pero la señorita no es la culpable, creo que debe ser un esfuerzo conjunto.

Pues sí, pero no es posible que “ustedes” los yucatecos… Y yo que pensaba le hablaba solo a la empleada, no. En su discurso asumía que ambos éramos empleados de la tienda. Y no me disgusta para nada que me confundan con yucateco o acapulqueño o tlaxcalteca, pero, sin deberla ni temerla, me vi sumido en un regaño por parte de esa demente. Seguía: “miren ustedes, si la directora del museo no les explica cómo atender aquí o no los manda a cursos para saber lo que venden, es su problema, pero ustedes tienen una ciudad muy bella, unas zonas arqueológicas increíbles y un museo muy bonito, que por cierto, nadie sabe en dónde queda. Fue un problema llegar aquí, muchos taxistas no saben que existe; pero ustedes deben ser los encargados de promover su propia cultura, por eso existe tanta ignorancia, por personas que no tienen la más mínima sensibilidad de explicarles a sus empleados cómo se debe atender al turismo, pues de eso vive ésta zona. En serio, ustedes hagan lo posible por promover su lugar de origen”.

La empleada y yo nos mirábamos sorprendidos. Y creo que hubiera sido bastante cruel de mi parte decirle a la señora que yo también era turista y dejarle todo el paquete a la empleada, pues seguro yo le hubiera abonado al discurso diciéndole lo distraídos que son, pero decidí quedarme callado y esperar a que se le pasara la euforia. Al final se calló y pude pagar mi libro de poesía en paz.

Antes de salir, la empleada me dijo: oiga, gracias. Y ante mi “no se preocupe”, pensé al mismo tiempo: pues sí, pero deberías ponerte a estudiar.

Así, puedo concluir que el paseo por Mérida y en general por esa zona maya, fue un agasajo de naturaleza, cultura, sinsabores, pero sobre todo una especie de nostalgia por un pasado de esplendor y una riqueza cultural muy vasta. Mérida no es “La ciudad Blanca”, como dice el eslogan, es más bien una ciudad color pastel plagada de grandes tradiciones que discurren entre la modernidad y lo típico, entre lo ancestral y lo novedoso; entre la tozudez de su gente y la adaptabilidad a los nuevos tiempos.  La Ciudad de Mérida, está entretejida por esas mujeres y hombres mayas que ni se han extinguido, ni se han ido a ningún lado. Siguen ahí, hilando el telar urbano y cultural, sin olvidar que forman parte de una historia milenaria que deberán saber dar a conocer, pues en ellos está que ese mosaico telar, siga hilando no solo vestimentas coloridas de tejidos virtuosos, sino evitar que pelafustanes asociados atenten con la seguridad del visitante que año con año tiene la fortuna de conocer a tan esplendorosa cultura y particular gente.

Por: Jaime González Montes, viajero y ciclista. Mexicano que ejerce como consultor en proyectos y desarrollos portuarios.

Jaime González
Escritor y poeta mexicano, pero sobre todo, viajero.
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