En Roma se dejó de mirar con extrañeza a los extranjeros desde que un 24 de agosto del año 410 la ciudad fue tomada por los bárbaros. Dejaron desde entonces de ser noticia los foráneos que han merodeado siglo tras siglo por una urbe universal que se acostumbró a pertenecer a todos.
A finales del pasado junio, en la basílica de San Giovanni e Paolo, en el Celio, un grupo de hispanohablantes, convocados por la asociación Tinta Hispana, se colocaba unos auriculares y se iba a hacer una visita por la literatura y atardeceres de Roma.
Y volvieron las miradas sorprendidas a los extraños, la sorpresa de ver a los turistas que no éramos, porque todos los convocados vivimos en la Ciudad Eterna, pero que simulábamos ser.
Roma, con aquella escena, recordó por un instante su sentido; recordó que se mantuvo en pie todos estos siglos para que los bárbaros la invadieran una y otra vez. Pero hoy no lo hacen, o lo hacen a cuentagotas.
Roma se pregunta ¿dónde están los otros?
“Seguimos sin tener clientes. Nos han cancelado casi todas las visitas. A ver si en agosto mejora algo”, me dice Alberto Rodríguez, fabuloso guía y conocedor de esta urbe.
Mientras, en el impasse de espera de mirar con impaciencia al cielo y ver aparecer aviones con maletas, la ciudad es irreconocible. Para lo bueno y para lo malo. Le afecta hasta a Rafael Sanzio, el pintor, el dueño del alma cándida que nunca tuvo esta Roma canalla, que se citó con la ciudad a principios de marzo en la muestra más importante nunca hecha de su obra.
Pero llegó el virus, se cerró todo, y sus obras esparcidas por la Scuderia del Quirinale enmudecieron hasta que el Gobierno reabrió calles y museos. Y al abrir la puerta de nuevo descubrimos que Rafael no estaba ahí, sólo estaba su obra.
Porque el arte no sabe de distancias ni tiempos, y en la exposición, dividida en salas, los visitantes, en grupos pequeños y alejados los unos de los otros, pasamos por cada estancia cuando suena un pitido, cada cinco minutos, que es el tiempo que se tiene para ocupar cada sala.
Pero le afecta también a La Piedad de Miguel Ángel que, lujo inimaginable, se contempla a solas. Pasó, lo recuerdo, el 10 de marzo, un día antes de que se decretara el obligatorio lock down, que por casualidad decidí entrar en San Pedro al ver que extrañamente no había cola.
Los turistas huyen del riesgo y el riesgo ya se había apoderado entonces de Italia. La virgen de mármol estaba ahí, sujetando a su hijo muerto, y lo que no había es los cientos de turistas que se agolpan siempre frente a su vidriera.
Repetí visita a finales de junio, un mediodía, y otra vez me coloqué delante de aquella cincelada piedra a solas. ¿Cómo y cuándo empezó el privilegio alegre y triste de vivir esta Roma?
Estampas de una ciudad “muerta”
El silencio se escuchó de golpe. Cayó una madrugada del antes de esta primavera que nos hemos saltado, como un ciempiés, en la que las gentes de Roma encerradas en sus casas tuvieron miedo de reabrir sus persianas.
Los balcones se convirtieron en plazas, las macetas en jardines y las plegarias y los rezos se murmuraban lejos de las bellas iglesias romanas y se producían en las largas colas de los nuevos templos, los supermercados. Se fueron todos.
Huyeron del virus y la ciudad histórica, vacía, se convirtió en un entramado de callejuelas empedradas con arcos viejos e inservibles. Porque Roma, esa Roma, existe para verse no para vivirse. Roma en silencio no es Roma. Roma está esperando a los bárbaros.
Nunca olvidaré un día de aquellas jornadas muertas. Fue la mañana del 14 de marzo. Salí al centro a hacer un reportaje de vagabundos porque recordé que con las prisas nos habíamos encerrado todos olvidando que algunos no tenían dónde encerrarse.
Los periodistas éramos de los pocos que teníamos permitido salir a hacer nuestro trabajo. Tres días antes se había decretado la cuarentena en Italia. Comencé a caminar. No había, lejos del entorno de las tiendas de alimentación, un solo alma en la calle. No se escuchaba un solo ruido.
Qué es Roma sin bárbaros
Pasé por delante del Vaticano y por el Puente Vittorio Emanuele II crucé el Tevere camino del Campo di Fiori y la Piazza Navona. Buscaba un reportaje social y, a la vez, no quería perderme un paseo que quizá sólo podría hacer una vez en mi vida: contemplar la ciudad eterna vacía.
No había ningún coche, eran inservibles los semáforos. El entorno era apocalíptico, inquietante. Giré finalmente hacia la Piazza Navona y, de pronto, junto a las fuentes con esculturas de Bernini y la iglesia diseñada por Borromini, vi dos vehículos de Policía, una mujer en una silla de ruedas y decenas de gaviotas que se pegaban por comer trozos de pan duro que arrojaba un hombre que tenía la persiana medio abierta de su restaurante clausurado.
Y de ahí me fui al Panteón, cuya plaza estaba vacía, del todo, como estaban también la Fontana de Trevi y la Plaza de España.
¿Imaginan poder ver así Roma?
Me crucé con algunos agentes y con más vagabundos que salpicaban las calles con los gestos indiferentes de quien la pandemia la sufre desde hace años. Era una ciudad espectral, bella en su soledad, en su abrumadora historia que yo disfrutaba en privado sintiendo el extraño privilegio que era recorrerla a solas.
Y de pronto me di cuenta, de regreso, caminando por la Via Margutta, que escuchaba, con total nitidez, a las 12 de la mañana, mis pasos. Me sentí triste y alegre a la vez. No queríamos esa masa de turistas en Roma, pero tampoco queríamos que no viniera nadie.
Sin estar llena está vacía
El virus nos ha enseñado dos cosas: la importancia de los grises y que el siempre puede durar 24 horas. Cuatro meses después de aquella escena la sensación se repite. Roma sin estar llena está vacía. Roma se regocija y se desespera de que no venga nadie.
“Si no vienen turistas este verano acabaremos cerrando. Nosotros y muchos de los locales del entorno”, me dice Armando, el dueño del restaurante L’Orso 80, cerca de Piazza Navona.
La ciudad es extraña, otra. El centro se disfruta y se sufre. En las últimas décadas se vendió al mejor postor, se echó a los vecinos y se pensó que el maná del turismo era inagotable hasta que un virus lo deshizo todo.
En 1950, en el centro histórico, vivían 370.000 personas. 70 años después, sólo quedan 80.000 y, de ellos, 20.000 lo hacen el barrio del Trastevere. Ahora faltan ellos, los habitantes, expulsados de su ciudad por una negocio, el turismo, que genera el 12% del PIB italiano.
“Nosotros no trabajamos con romanos. El 100% de nuestras ventas son con extranjeros”, me explica Claudio, dueño de las diversas tiendas de suvenires religiosos, Capriotti, junto al Vaticano. ¿Por qué junto al Vaticano no hay negocios para romanos?
El lamento de los comerciantes y hosteleros es genérico. El habitante tiene sentimientos encontrados. La ciudad se disfruta cómo nunca, pero no es Roma lo que ahora encontramos. Es un paréntesis, un vaivén de tos seca y muerte, de belleza inerte, calles más limpias y barricadas a las amenazantes fiebres de otoño. No hay miedo, hay Roma, quizá la ciudad más resiliente del planeta, capaz de sobrevivir a los bárbaros y hasta a los romanos.
Autor: Javier Brandoli, periodista. Desde 2010 viviendo en Sudáfrica. Mozambique y México. Ahora en Roma.