Una ciudad de cielos y techos grises, para algunos una ciudad sombría, para otros una ciudad llena de luz. Todos quieren conocerla para tener su propia percepción. París ocupó la tercera posición entre las ciudades más visitadas de América, Europa y Asia, según el informe anual Global Destination Cities Index, publicado este año 2013, superada por la emergente Bangkok y la tradicional Londres. Un destino tan conocido, hablado, estudiado, escrito, fotografiado, odiado y amado a partes iguales es casi imposible visitarlo sin conocer todos sus iconos: la Torre Eiffel, los Campos Eliseos, el río Sena, la catedral de Notre Damme, los jardines de Luxemburgo, el Arco de Triunfo, el Museo del Louvre, los jardines de las Tullerías y tantos otros.
En mi primera visita de cuatro días a París, hice el recorrido de rigor por todos estos lugares. La ciudad me atrapó, pasé a formar parte de los fieles, es más de los leales, de los que volveríamos siempre, de los que somos capaces de ignorar el consumismo, el tráfico, los empujones del metro. Somos el grupo de los que disfrutamos el ritmo lento que se vive al aire libre en sus jardines, la magnificencia de sus iconos, el aroma del buen café, de las crepes, de los croissants y las gallettes, la textura suave de los macarones y la melodía del bonjour de bienvenida.
Volví. Quise conocer París a segunda vista, como la viven los parisinos. Esos rincones que no aparecen en las primeras búsquedas de internet, ni destacados en las guías turísticas, ni entre las recomendaciones de amigos que han estado allí. Viajé con una amiga francesa de padres argelinos que me mostró su visión de París y su periferia, gastronomía francesa de primera, parques, barrios de parisinos y de inmigrantes, mercados y una exposición cultural encontrada por casualidad que fue el mejor descubrimiento del viaje.
Así como la viví, la cuento, en esos cuatro puntos del mapa a donde espero volver siempre con el recuerdo.
Es el barrio donde nació la famosa cantante Edith Piaf. La primera impresión al bajar de la estación de metro que lleva el nombre de este barrio fue que había traspasado la barrera del tiempo y el espacio para aterrizar en Asia, decenas de mujeres chinas ejerciendo la profesión más antigua del mundo a plena luz de tarde. En medio del desconcierto,pasaron unos cuantos minutos y unos pocos pasos para viajar a África, no pedí identificaciones, pero unos cuantos países africanos tenían su representación en bares, restaurantes, locales comerciales, plazas y bulevares. Las huellas de la colonización. Llegué al Parque de Belleville, tiene 25 años y está ubicado sobre una colina, subí las escaleras y me senté a ver París al atardecer. Caminando por las calles de este distrito encontré gran variedad de productos artesanales de otras regiones de Francia, locales que ofrecen gastronomía asiática y los típicos cafés parisinos a pie de calle donde todo el mundo fumaba, contemplaba la gente pasar y solo hablaban francés porque había muy pocos turistas.
Se le conoce también como cachimba, qalyan, hookah, narguile o narguilé y es una especie de pipa utilizada para fumar hierbas sin nicotina de distintos sabores como frutas y especies, con un mecanismo de vapor producido comúnmente por agua y, en ocasiones, con leche. Es una tradición de origen oriental pero se ha popularizado en occidente, siendo incluso una moda que se ha instaurado en locales nocturnos de Europa y América.
Dos parisinos, mi amiga musulmana de origen franco-argelino y un congoleño fuimos a un bar donde probé por primera vez la shisha. El 90% de los clientes en aquel sitio eran hombres, marroquíes, tunecinos, musulmanes, hablaban en su idioma y nos miraban a las mujeres con sorpresa y curiosidad, porque ellos acostumbran ser mayoría o casi los únicos que frecuentan este lugar para fumar su narguile. Cada día más parisinos practican esta tradición. Fumando todos de la misma boquilla, se comparten mucho más que historias con los amigos. Aspiré con torpeza, sentí el sabor afrutado de las hierbas, unas veces me ahogué con el humo, otras me sentí mareada, otras más me reí cuando por fin burbujeó el agua. Fue una noche de tertulias con un parisino que viajó por Asia hasta que agotó sus ahorros, un congoleño que hace ocho años se fue a estudiar a París para tener una vida mejor, la franco-argelina que ha vivido en Nueva York y Barcelona, todos alrededor de una pipa que se fuma en Asia y África.
El nombre de este mercado le viene dado en honor a los jóvenes de un orfanato que vestían de color rojo. Hoy nada tienen que ver sus pasillos repletos de comida y gente con lo que pudo haber sucedido en aquél recinto. Era la hora de comer, había caminado mucho como en todos mis viajes, iba en busca de este mercado por su variedad gastronómica: Italia, Japón, Marruecos, Líbano, Francia y más. Un mapamundi de aromas mezclados, curry con nutella, pizzas con falafel, vino con té verde.
Di una exhaustiva vuelta por el mercado, escuché a los vendedores, vi los platos de otros comensales, traté de entender lo que leía en los carteles, busqué la sonrisa cómplice de los cocineros y al final, me decidí por un tajine de pollo en el puesto de comida marroquí, sublime y abundante. Quedó un rincón para el postre y recordé el cartel de crepes con nutella, caminé hasta el puesto que no detallé en el recorrido previo. Mientras hacía la fila para pedir, me cautivó el cocinero artista, un hombre que superaba los cincuenta años con facilidad según me pareció por su cabello grisáceo, desordenado, irreverente, con aires de bohemio, era como un escultor gastronómico. Tenía tal destreza y gracia para colocar la mezcla de crepes en la plancha, rellenar un bocadillo de jamón y rúcula, cortar unas lascas de parmesano, derramar el aceite de oliva generosamente en cada platillo y casi al mismo tiempo, subir el volumen de su música en inglés y cantar lo que el creía que decía Bono en su canción. Después de semejante espectáculo, no podía comerme una simple crepe de nutella, me pedí la última gallette sarrasin, después de negociar con los que venían antes de mi en la fila, mientras nos deleitábamos, nos reíamos y comentábamos sobre este hombre que disfrutaba como nadie su trabajo. Terminé mezclando aromas y sabores de África y Europa.
Casa Europea de la Fotografía.
Caminé por la zona de Saint Paul. Franquicias de pastelería y comida rápida colindando con la preciosa villa Saint Paul y sus diminutas tiendas de artesanías y antigüedades, adoquines, puertas y arcos no aptos para estaturas nórdicas. En una esquina vi un cartel que indicaba la ruta hacia este museo de fotografía, siendo ésta mi principal adicción, digo, afición viajera, tenía que ir.
Cada vez que se habla sobre fotografía de viajes, se menciona a Steve McCurry, Robert Kappa y tantos otros, pero no es tan común escuchar sobre la obra de Sebastiao Salgado, fotógrafo brasileño que provoca emociones profundas con su mirada en blanco y negro. Ese mismo día se inauguró la exposición Génesis, tierra eterna, inspirada en aquellos lugares que permanecen en el estado en que se hallaban en la época del Génesis, alrededor del 46% de la Tierra, según Salgado. Ocho años de trabajo, más de treinta viajes, cinco continentes, naturaleza vírgen, tribus remotas, todo resumido en 245 fotografías que conmueven el alma. Dice Salgado: «En Génesis, la cámara hizo posible que la naturaleza me hablase. Y tuve el privilegio de poder escucharla.» Y qué manera de hacernos viajar.
París a segunda vista, fue un viaje que hice con el ritmo lento de un caracol como el que da forma a la distribución geográfica de sus veinte distritos, con ventosas que me dejaban adherida al suelo en esos rincones que me cautivaron ¿Cómo no voy a ser leal?