Viajar a Naipyidó (Nay Pyi Taw) es como realizar un safari. Algunas de las diferencias es que aquí, en vez de atisbar animales, uno viene a contar habitantes. “¿Dónde está la gente?”, nos preguntamos al llegar a la capital de Myanmar. “Mira, ahí hay uno”. Lo que hace poco más de diez años era todo campo, hoy la mayor parte aún sigue siéndolo.
Es más sencillo encontrarse con algún animal de granja y con los campesinos cuyas tierras quedaron anexionadas al centro de la ciudad que con aquellos que se han visto forzados a mudarse a la capital por trabajo.
Naipyidó es seis veces Nueva York
Esta ciudad es el resultado de esa gran idea que tuvo el régimen militar que gobernó la antigua Birmania durante casi 50 años: trasladar la capital desde una vibrante Yangón a la rural Naipyidó. La razón, al parecer, era que iba a estar mucho más segura ante cualquier ataque, pues estaría alejada del mar. Otra de sus “brillantes” decisiones fue cambiar el nombre del país. En 1989, Birmania pasó a llamarse Unión de Myanmar.; aunque los locales aún se siguen refiriendo a ella como Burma.
Tuvieron bastante trabajo con el cambio de capital. En poco más de diez años Naipyidó se convirtió en la ciudad más grande del país: su tamaño es seis veces Nueva York. Para atraer a la población, se construyeron: enormes avenidas –una de veinte carriles–, monumentales esculturas, un parlamento, una gran pagoda semejante a la de Yangón, una biblioteca pública, un museo nacional, un estadio de fútbol, varios centros comerciales, un zoológico y hasta un excéntrico parque de atracciones. Todo está separado entre sí por kilómetros de distancia.
Otra área de Naipyidó fue reservada para la construcción de enormes complejos hoteleros. Todos ellos de lujo; claro, porque nunca debieron imaginar que los únicos que acabarían pisando la extraña capital –no está incluida en los circuitos turísticos- serían los mochileros. Mochileros que acabarían regateando una habitación en un hotel de lujo porque, “Oye, mira, que lo tienes vacío. Soy tu único cliente en meses”.
Pero, ¿y las casas?
¿No hay?
Sin contar las pequeñas viviendas de los campesinos, allí no se veían edificios destinados a albergar a los millones de habitantes que el gobierno esperaba recibir. Naipyidó se quedó en un sueño de lo que pudo llegar haber sido.
En la actualidad, residen unas 100.000 personas en una urbe que es seis veces Nueva York. Es posible que entre ellos no se hayan visto nunca. Los altos cargos, los que se vieron forzados a mudarse por trabajo, viven dentro del Parlamento. Un monumental complejo compuesto de varios edificios al que está prohibido acercarse. “En sus interiores viven unos 100 políticos. Algunos de ellos con sus familias, a las que han convencido con dificultad para mudarse aquí”, me comentó uno de los guardias de seguridad de la entrada.
Sin transporte público, ni taxis en Naipyidó
Desolación es la palabra que mejor define a Naipyidó, una ciudad donde los jardineros deben cuidar de que no se les llene todo de hierbajos. Bastará con recorrer su gran avenida de veinte carriles para sentirnos como los únicos supervivientes de la tierra. Los militares debieron de pensar que una capital masificada necesitaría descongestionar su tráfico; pero la realidad es que ésta apenas recibe una treintena de vehículos al día. Diez de ellos posiblemente sean motos de los turistas que acuden a tomarse la popular foto.
Los que seguro que por allí no circulan son los autobuses urbanos ni los taxis. Más que nada porque no hay. En ambos casos, la ausencia de pasajeros hace que no les salga rentable. Los únicos buses que se ven son los que llegan desde otras partes del país y que, conocedores de la imposibilidad de moverse por la ciudad, te preguntarán con antelación dónde te alojas para dejarte en la puerta del hotel.
Naipyidó no es el mejor lugar para improvisar, sobre todo si no conduces. Conocí a un brasileño en Mandalay que decidió hacérsela a pie y estuvo a punto de morir deshidratado por el camino: las distancias son muy largas, no hay paseos, ni tiendas, cafés o restaurantes donde hacer una parada.
Por si la ciudad no fuera suficientemente inquietante, hay un recinto que se hace llamar Little Myanmar, donde en un carrito de golf pasas junto a los monumentos más conocidos del país en miniatura.
“Esto es Mandalay”, explica el conductor.
“¿Y Naipyidó? ¿Dónde está?”, pregunté, ansiosa.
Si había algo más friki que visitar la capital del país era, sin duda, encontrarse una pequeña réplica de ella en el interior de la misma. Como era de esperar, la mini Naipyidó estaba representada por un pabellón vacío y medio abandonado. ¿Acaso no es fascinante?
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Uno de esos sitios absurdos y locos a los que merece la pena acercarse. Solo estuve en otro remotamente preciso: Ashgabt, la capital de Turkmenistán,y tú estupendo e inquietante relato me ha recordado a esa ciudad.
[…] Naipyidó, la capital fantasma de Myanmar […]
Si no promueven que se construyan todo tipo de edificios, estarán así años y años.