A muchos nos gusta sentirnos viajeros más que turistas, movernos a nuestro antojo, evitar los lugares más concurridos, explorar nuevos caminos e integrarnos con las personas del lugar. Pero no siempre resulta fácil, y menos en una ciudad como Oporto. Con nuestra mirada curiosa -muchas veces desorientada-, el plano sobresaliendo del bolsillo del pantalón y la cámara de fotos colgada al cuello, no hay duda de nuestra condición.
Y no hay nada de malo en ello, pues lo importante es la mirada, el espíritu y la pasión que ponemos en el viaje. Así y todo, nuestra imagen de forastero –en la urbe, me refiero- suele ser una barrera. Somos otro turista más que entra al museo, compra un recuerdo, se hace una foto ante un monumento, pregunta cómo llegar a un sitio y prueba el plato típico. Por eso, cuando visito una ciudad dedico un día, unas horas, o ratos sueltos a ser una ciudadana más, al menos lo intento. No una turista, ni siquiera una viajera, sino una local.
Pueden ser pequeños gestos, como entrar en el supermercado, leer en la biblioteca, deambular por los pasillos de la Universidad o comprar el periódico en un quiosco. Hay quien madruga para salir a comer, participar en una carrera, salir de fiesta para conocer el ambiente nocturno, unirse a una manifestación o asistir a alguna actividad cultural como una exposición fotográfica, la presentación de un libro o un concierto de música. Esto último fue lo que hice en Oporto, siendo, además, el motivo de mi viaje.
El encuentro con un piano
No importa que nos dé la espalda y sólo podamos ver su acostumbrado traje oscuro, su nuca canosa precedida por una coronilla calva, y sus gafas negras de pasta que enseña cada vez que gira la cabeza. Sus manos son capaces de transmitir emociones y liberar sentimientos mientras se desplazan por las teclas del piano, como si fuera la primera vez que tocara esas composiciones, buscando la inspiración en la apacible campiña italiana. Los sonidos, las luces, las imágenes, los silencios y los aplausos se suceden, y yo dilato mis sentidos para convencerme de que estoy en el Teatro Coliseu de Oporto, disfrutando de la gira Elements del compositor y pianista italiano Ludovico Einaudi.
La música de Ludovico Einaudi entró en mi vida cuando él ya llevaba casi dos décadas compartiendo sus composiciones, que se desmarcan del rigor de la música clásica tal y como la conocemos, explorando nuevas tendencias y combinando el protagonismo de su piano con instrumentos de cuerda, percusión y electrónicos. El tema Divenire, que también puso nombre a su duodécimo álbum, fue como un flechazo. Y debió de ser así para el público en general, porque es su pieza estrella, la más famosa, la que, por ejemplo, fue sinfonía durante varias temporadas del programa El Ojo Crítico de Radio Nacional de España. Con la que yo cerraba los ojos y repetía ese viaje introspectivo que Einaudi es capaz de inducir.
Tenía la ilusión de ir a uno de sus conciertos y cuando me enteré de la gira para presentar su último álbum, Elements, me dije que no podía dejar pasar más tiempo. Iba a recalar en varias ciudades españolas pero, desanimada por la escasez de entradas y el elevado coste del billete de avión, probé a consultar otros destinos, decantándome por Oporto. Una oportunidad para conocer por fin el país vecino y ponerle banda sonora a la ciudad donde desemboca el río Duero.
Hubiera sido más auténtico escuchar fados en ese laberinto aparentemente gris, de fachadas decadentes y tejados rojos que se postran ante el Douro. No en vano, las melodías de Ludovico Einaudi encajaron a la perfección con la fisonomía y el ritmo de la ciudad portuguesa. Al compositor italiano se le suele acuñar el estilo minimalista -que para sus detractores es un eufemismo de simplicidad y acordes repetitivos-, pero lo cierto es que con su sencillez consigue crear algo sublime, no desprovisto de un período previo de trabajo, observación, documentación y reflexión. Sin ir más lejos, en su último disco han tenido cabida la arquitectura, la contemplación de la naturaleza, los textos de Vasili Kandinsky, la tabla periódica o la geometría de Euclides.
«Bello es lo que brota de la necesidad anímica interior. Bello es lo que es interiormente bello». Vasili Kandinsky
¿No ocurre lo mismo con Oporto? Después de haber estado en Lisboa, es imposible no recurrir a las comparaciones –que son odiosas-, y parece como si la ciudad norteña fuera la hermana menor de la capital, no tan grandiosa, no tan deslumbrante. Y al mismo tiempo, más acogedora e intimista. Preñada de cuestas y rampas, callejuelas empedradas, edificios coloridos y decrépitos, iglesias revestidas de los típicos azulejos portugueses, una amalgama de estilos arquitectónicos y un indudable carácter marinero.
Temas como Petricor, Four Dimensions, Night, Drop o Logos me acompañaron por todos los rincones de la ciudad. El Mercado de Bolhao me recibió con su aspecto ruinoso pero con mucha vida en su interior, a salvo todavía de las aglomeraciones de turistas. El Palacio de la Bolsa, protagonizado por su cúpula de cristal y la famosa Sala Árabe, me demostró lo que escultores, artistas y artesanos locales fueron capaces de hacer. Genios de la imitación, lograron que superficies y objetos de escayola parezcan las más nobles de las maderas. La música también me guió por la Plaza de la Libertad, Avenida de los Aliados, la Capilla de las Almas, el emblemático Café Majestic o la Estación de San Bento, no para coger un tren sino para admirar su amplio vestíbulo cubierto de azulejos que cuentan distintos aspectos de la historia de Portugal.
La Torre de los Clérigos me hizo tomar perspectiva de Oporto, controlar sus dimensiones y situar los distintos puntos de interés. Aunque reconozco que sus más de 240 peldaños también me ayudaron a bajar la calórica francesinha que me acaba de comer, una especie de sándwich con distintos tipos de carne, embutido, queso fundido, huevo frito, papas fritas y una salsa picante para rematar. Un atentado contra la alimentación saludable que hay que probar al menos una vez.
La esbelta torre es la segunda más alta de Portugal y no es de extrañar que hiciera las veces de faro para las embarcaciones que surcaban el Duero. Las vistas desde arriba me ofrecieron detalles y más pistas del lugar en donde me encontraba, como que en muchos de sus tejados rojos, algunos cubiertos de verdín, asoman singulares lucernarios cónicos para dejar pasar la luz. También descubrí que, como Einaudi, tenía una cara más tradicional y otra más vanguardista. Por un lado, el río, las bodegas de Vila Nova de Gaia, las casas y callejuelas del casco antiguo, las murallas, o la Sé (catedral) con su batiburrillo de estilos. Por otro, el moderno Jardín de las Olivas, configurado a dos alturas. La de arriba con césped y una terraza con parasoles blancos a juego. Abajo, un pasillo entre bares y tiendas de ropa. En sus inmediaciones también se encuentran calles de tiendas de marca y locales que podríamos considerar chic.
En este viaje me pregunté de nuevo por qué me gustaban sus composiciones. Nunca he sido una amante de la música clásica, y mi paciencia ante la música instrumental está limitada a algunos artistas y a unos tiempos de reloj. Ni el propio pianista turinés sabe por qué, pero lo cierto es que su música ha conseguido que muchos jóvenes hayan empezado a tener contacto con la música clásica contemporánea. Sin duda, un gran mérito. Oporto tampoco parece una ciudad para jóvenes, pero sin saber el motivo, también nos gusta.
El trayecto que más veces realicé fue el que me llevaba desde el hostal hasta la zona de Ribeira, pasando por calles como Rua das Flores, con sus cafeterías, pastelerías, joyerías, grafitis, iglesia, fachadas engalanadas e instituciones tan singulares como el Museo de la Marioneta. El barrio de Ribeira representa la típica postal de Oporto, lo que se traduce en movimiento constante de turistas. Qué le iba a hacer, me había enamorado de sus casas de colores, la ropa tendida sobre las fachadas, la muralla y sus puertas, los ravelos (barcos tradicionales) mecidos en el Duero, las bodegas de Vila Nova de Gaia ofreciendo el vino dulce de Oporto, y el Puente Don Luis I uniendo las dos orillas. En cuanto conocí el resto de la ciudad, no paré de repetir este camino, tanto de día como de noche, para disfrutar del ambiente fluvial de Oporto.
A pesar del gentío, no encontré un lugar tan sosegado, ideal para la reflexión. Tumbada en el césped, podía cerrar los ojos y escuchar solamente el graznido de las gaviotas, el vaivén del agua y, de forma periódica, el paso del tren ligero sobre el puente, que provocaba una suave pero certera vibración para las personas que lo cruzaban en ese momento. El teleférico no dejaba de subir y bajar gente en silencio. Las visitas guiadas para conocer y catar los caldos se sucedían en Sandeman, Calem, Ferreira o Ramos Pinto. A veces, un artista callejero ponía el hilo musical para animar a los que comen o toman una copa en alguno de los numerosos locales.
Einaudi tocó para Oporto
Llegó la noche del concierto. Me deshice de mi cámara de fotos –el plano ya lo había abandonado antes, dada la facilidad con la que se recorre la ciudad- y me preparé. Con un vestido y unos zapatos de tacón comenzó la transformación. Una indumentaria impensable para un viaje, pero que me serviría para ponerme en la piel de una portuense más. Lo siguiente fue caminar sobre las calles adoquinadas que separaban mi hostal del teatro. Qué lejos quedaba el agobio sufrido hacía apenas unas horas en la famosa librería Lello e Irmao, atestada de turistas que hacían malabares para que los andamios de los trabajos de reforma no salieran en las fotografías.
Iba con paso decidido, como si conociera Oporto de toda la vida, tratando de que no se notara mi admiración por su urbanismo, ambiente y sus omnipresentes azulejos azules. Nadie me encasilló de forastera mientras pedía un café pingado (café cortado) en una cafetería frente al Teatro Coliseu, mientras disfrutaba de su estilo art decó. Tampoco lo hicieron los jóvenes que repartían folletos con la programación de los próximos meses. Yo las acepté, por supuesto, a sabiendas de que mi estancia en Oporto estaba a punto de caducar.
Los acomodadores no se percataron de mi extranjería, indicándome en portugués la ubicación de mi asiento y deseándome que disfrutara del concierto. Hasta agradecí la queja de un matrimonio sentado unas filas más atrás, reprobando el comportamiento de algunos –como yo- que sacamos el móvil para hacer un par de fotos y congelar la emoción del momento. Escuchar a Ludovico Einaudi en Youtube o Spotify no es lo mismo que hacerlo en directo y con la que él llama su banda. Los temas de Elements, y de anteriores trabajos, cobraron una especial dimensión con lo seis músicos, el piano, la guitarra, el bajo, el violín, el violonchelo, los timbales, el triángulo y otros instrumentos, algunos tan originales como el aquófono, así como por una puesta en escena en la que no faltaron la proyección de imágenes y los efectos de luz.
Einaudi da la espalda a este auditorio pero no deja de comunicarse con él. Lejos de estridencias, su cuerpo se encoge, se estremece, disfruta con cada nota. Las partituras dictan lo que viene a continuación, pero el directo invita a hacer improvisaciones y seguir descubriendo y jugando con lo que es capaz de hacer la música. Lo más emocionante son los silencios a bocajarro que, durante unos instantes, parecen contener la respiración de todos, para luego ser engullidos por el fenomenal estruendo de la banda. No hay duda, cuando Ludovico agacha la cabeza y levanta el brazo, ya se puede aplaudir. La ovación pone en pie a la ciudad.
Así fue como Ludovico Einaudi me llevó a Oporto, para recordarme que las ciudades no son un simple decorado para los turistas, sino que la vida sigue para los lugareños, que trabajan, estudian, van de compras, pasean, se manifiestan en las calles o disfrutan de un concierto de música, como al que acudí yo, sintiéndome una portuense más.
Obrigada, Ludovico. Obrigada, Oporto
Fotografía de portada: Rui Pinheiro / TSF
¡Qué bonito! La música siempre es un buen pretexto para viajar.
Genial artículo… estoy muy deacuerdo contigo en esa forma de mirar un viaje, que no es tanto recorrer escaparates como sentirse uno más y saborear la vida de una ciudad. Ludovico es un maestro de este tiempo, sublime y mágico. Que envidia. Bonitas fotografías!
Muchas gracias, Francisco. Viajar es un buen momento para conocer cómo viven los habitantes de un determinado lugar, sus costumbres, sus gustos… Que muchas veces son muy parecidos a los nuestros. Y si le sumas un concierto de Ludovico Einaudi, es una experiencia maravillosa.