Tan pronto entré al desierto me quité los zapatos en señal de respeto, era una inmensidad, una masa extensa de arena en el infinito. Sólo veía esa delgada línea celeste y marrón donde se funden el cielo y ese universo salado que causa tanto miedo y a la vez de tanta admiración. Estaba en Dubái, pero en el Dubái vacío, silencioso, el que está lejos de la marea de lujo y distracción, de la opulencia y el desparpajo, de los contrastes y la pluralidad de nacionalidades; estaba en el lugar donde el Golfo Pérsico retrocedió sus aguas para dar espacio a las dunas doradas.
Llegué al desierto en un vehículo rústico adecuado con múltiples cinturones de seguridad, bolsas para el mareo y tubos reforzados por dentro. El conductor, un pakistaní que desde el saludo me pareció simpático, lo primero que hizo fue descender del rústico y bajarle la presión a las llantas, es el banderazo de salida para dar inicio a la aventura. Estaba en el Dubai Desert Conservation Reserve. Porque en una ciudad conocida por sus megaproyectos, epicentro del comercial del Medio Oriente, su desierto no está fuera de esa visión, es la pieza más grande de la tierra que Dubai ha decidido proteger, el paisaje que forma parte su historia, hogar de su fauna.
Simplemente me amarré el cinturón y me dejé llevar por el recorrido. Un subir y bajar sin salir del rústico, un viaje fantástico en el que estaba rodeada de un paisaje sublime, un desierto y unas dunas que se formaban y deformaban a ritmo del viento; con el sol pintando de dorado el horizonte, con una vegetación escasa que se dejaba ver en una que otra montañita de arena, campamentos de camellos y dromedarios que se cruzaron por el camino. Esa sensación de montaña rusa en la que la camioneta pasaba por el filo de las dunas más altas y bajaba abruptamente, derrapaba para luego volver a subir. Chorros de adrenalina corriendo por el torrente sanguíneo que provocaron carcajadas, gritos, carreras en la arena hasta que casi no pude mover las piernas, muchas risas, y junto con el resto de las camionetas que estaban en el mismo recorrido, se detuvo el tiempo, y terminé perdiéndome en el atardecer. De pronto todo pareció un instante.
“Allí, descalza, participé de esa energía única que solamente los desiertos pueden transmitir, y entre fotos y más risas, llegó el sublime instante en el que las dunas se vuelven más doradas porque el astro rey, al que puedes ver de frente, se posa sobre ellas antes de irse a dormir”.
Llegamos al campamento y de pronto, tuve un golpe de realidad. Primero un espectáculo con halcones, después, la disposición de camellos para pasear por las dunas. No quise participar, no me gusta el uso de la fauna para el lucro. Varias personas no lo dudaron y entraron directamente al campamento y muchas otras se quedaron a esperar su excursión en los particulares lomos de los artiodáctilo. Tuve que explicarle al conductor por qué me apartaba de esa actividad, decirle que no me siento cómoda con la explotación animal y que no quería ser parte de esa dinámica. Hay una responsabilidad cada vez más fuerte en mis viajes para hacerlo de forma responsable con las ciudades, con las personas, con el medio ambiente y con los animales.
Me dediqué a contemplar el lugar, a ver la dimensión de las dunas doradas de Dubái. Era tan grande el espacio que me produjo incluso miedo y ansiedad. Me quedé dando vueltas y a esperar que salieran las estrellas, a disfrutar del cambio de temperatura en la arena que pasó de muy caliente a casi helada en cuestión de sesenta minutos; mis pies agradecieron el cambio, seguí descalza hasta que llegó la hora de regresar, sentía que era una forma muy particular de expresar mi libertad. Me deje hipnotizar por el cambio constante del desierto, por las ropas de los que lo habitan, por los campamentos y las costumbres, me enamoré de esos colores y su textura fina al tacto.
Al final del día, en ese campamento en el medio del desierto donde hubo mucha comida, show de belly dancer, tatuajes de henna y narguile, el silencio acudió al lugar por unos instantes mientras el grupo entero con el que viajaba, entendía que era tiempo de volver a los vehículos, retomar camino a la ciudad, volver a la sinergia de la urbe y dejar atrás a las dunas reposar después de un agitado rato de motores, derrapes, ruido, comida, camellos y halcones.
Del desierto me traje una foto que compré en el campamento y otras tantas que tomé con mi cámara. Me traje su grandeza y elegancia, lo impresionante de su extensión y lo imponente de su estampa. Me traje el respeto que infunde, sus arenas tibias en la tarde y las heladas en la noche, esa pelea infantil del sol con el sueño antes de finalmente irse a dormir y la explosión de colores cálidos que regala, su soledad a pesar del ruido y su función de mirador cuando salen las estrellas. Del desierto me traje las dunas doradas de Dubái en mi memoria para siempre.