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martes, diciembre 3, 2024
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La costa caribeña de Sian Ka´an

No es necesario morirse y portarse bien para ir al cielo, recién lo descubrí al visitar la Reserva de la Biósfera de Sian Ka´an, en Quintana Roo, México, donde todos los colores cobran vida y se convierten en mar, aves, flores o cielo, es la costa del caribe mexicano por excelencia.

Tenían razón los mayas al nombrarla  Sian Ka´an,  “Regalo del cielo”. Si el cielo existe, estoy segura que se parecerá mucho a este mágico lugar, tan cerca de la civilización pero tan poco frecuentado por los turistas promedio que acuden al sur del país en búsqueda de arena y sol.

Información oportuna y un vehículo son dos herramientas indispensables para aprovechar al máximo esta bella zona si se quiere explorarla por cuenta propia. Así lo aprendí luego de hacer totalmente lo opuesto por falta precisamente de información.

Investigué por internet, hice algunas llamadas a agencias e incluso a familiares, pero nadie supo decirme si se podía ingresar de manera individual. Luego entonces, contraté un tour turístico nada barato, que me llevó por una parte costera de la biósfera en el que se incluía guía, avistamiento de aves, tortugas cahuamas, manglares y el préstamo de un vehículo todo terreno.

Para mi sorpresa, la entrada a la zona protegida estaba a menos de 30 minutos del hotel donde me encontraba; era sábado, aun estando nublado se sentía la humedad en el aire. No había forma de perderse en aquel camino recto de terracería lleno de vados que nos obligaban a tener los parabrisas del Jeep encendidos todo el tiempo, ante la  imposibilidad de ver por la cantidad de lodo blanco que saltaba hacia el vidrio delantero.

Dos horas después de haber salido, llegamos al Pueblo Punta Allen ubicado en medio de la nada, rodeados de mar y selva. Ahí fue el punto de partida para lanzarnos a la mar, movidos por una lancha rápida en la que recorrimos kilómetros a la redonda. Manglares que con sus inmensas raíces, forman una barrera natural y protegen a la tierra firme de tempestades propias del caribe como huracanes. Hogar de cientos de aves que instalan sus nidos en las copas con la esperanza de ser inalcanzables para los depredadores terrestres.

Ante la recomendación del guía de afilar nuestra vista y buscar tortugas en el mar, por fin descubrimos una que se movía de forma solitaria. Se trataba de una cahuama, especie en peligro de extinción y protegida por las leyes mexicanas.

Durante más de quince minutos todos nos quedamos en calidad de estatuas congeladas con cámara en mano, pues habíamos sido advertidos que esta especie sólo asoma la cabeza para tomar aire algunos segundos y se vuelve a sumergir. El ansiado ahhh duro dos o tres segundos máximo y creo que nadie logró captar de manera decente el momento, porque o se procuraba no caerse de la lancha ante el vaivén del mar o se tenía la cámara ya enfocada para el momento justo.

Después de ese avistamiento, paramos en el área conocida como “La Alberca” en Punta Pelícano, una zona del mar protegida por una barrera de coral. Aquel día hacia frío y ninguno de los diez rusos que venían en la lancha con nosotros se quiso bajar con ese pretexto. Cómo iba yo a desperdiciar la oportunidad de caminar por esas cristalinas aguas color azul turquesa que se mezclaban hasta perderse con el azul celeste. Eso sí sería un pecado y tal vez no me dejarían entrar al cielo aunque me encontrara ya en su antesala.

La calma y baja profundidad de “La Alberca” la hacen un lugar seguro hasta para infantes. Su hondura no sobrepasaba de la cintura y conforme me separaba de la lancha hacia tierra firme, más baja se tornaba hasta llegar al punto, que se tiene que casi arrastrar en la arena para seguir cubierta por algo de agua.

Estando ahí sola con mis pensamientos, comprendí que si se llegara por tierra a Punta Pelícano, sería un lugar ideal para acampar o pasar una noche en la playa, contar estrellas y dormir con el arrullo del mar.

El gusto me duro menos de veinte minutos -sigo sin creer que los rusos no hayan soportado el “frío”-. De regreso a la lancha, emprendimos el regreso hacia Punta Allen, donde ya nos esperaban con la comida hecha. No muy rica ni muy autóctona, pero no había muchas opciones.

Ya con el estómago lleno y merodeando un poco por ahí, conocí a una simpática pareja conformada por Alejandra y Peter, una argentina y un canadiense quienes desde hace cinco años, han hecho de ese pueblo su hogar.

Recién llegamos compramos un refrigerador, pero al ver que era imposible siquiera producir cubitos de hielo, lo vendimos. Ahora no guardamos nada de alimento, todo lo comemos fresco y así no desperdiciamos nada, te acostumbras, no pasa nada me contó Alejandra, al tiempo que Peter, su esposo, preparaba un café y me daba a probar un brownie con la certeza que “si no gusta, no paga”.

De eso vivía esa pareja, de vender café, brownies y bisutería hecha con coral. Aquí no hay tráfico, no hay ruido, no hay asaltos, es otro estilo de vida” decía la argentina. Qué mejor forma de describir este pueblo donde parece que no pasa nada, excepto viajeros en búsqueda de aventuras.

Si se compara la afluencia de visitantes entre los destinos más conocidos del caribe mexicano (Tulum, Cancún y Playa del Carmen) se notará fácilmente la marcada diferencia de la cantidad y tipo de viajeros que llegan a esta Reserva de la Biósfera que alberga a la segunda barrera de arrecife más grande del mundo después de Australia, con una longitud de 110 kilómetros.

A esta zona protegida, resguardada por la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales, SEMARNAT y considerada desde 1987 Patrimonio Natural de la Humanidad por la UNESCO, se puede entrar pagando 27 pesos mexicanos.

Por esta cantidad, se puede acceder a 528 mil hectáreas entre las que existen kilómetros de playas vírgenes, más de 20 zonas arqueológicas, manglares, y cenotes, al mismo tiempo que se puede practicar observación de aves exóticas,  kayak o aprender el proceso de extracción del chicle.

Llegar acá y disfrutar de esta zona de manera personal, sin la compañía y la presión de tiempo por un guía de turistas no es fácil para el viajero inexperto, pero bien vale la pena tal vez conocerla por primera ocasión bajo estas características y considerar una segunda visita, para un mayor goce de manera relajada, pausada y consciente que el buen viajero no debe dejar huellas de su paso por zonas tan frágiles ecológicamente hablando.

De regreso al hotel luego de esta experiencia corta pero placentera, hicimos una rápida parada por última vez para contemplar el bello mar. Me aparté un poco del grupo y grande fue mi sorpresa al ver que mucha de la playa era cubierta por basura de la más extraña, para ser una zona casi aislada de la civilización.

Pregunté a Pepe, mi guía, cuál era la explicación a tan raro acontecimiento y su respuesta me dejó atónita: el mar vomita basura, esta playa constantemente es limpiada pero más tardan en hacerlo que cuando a las semanas vuelve aparecer. Una vez, encontré en la arena una botella con escritura completamente en chino, y nunca supe de qué era. Para que veas lo que una corriente marina puede hacer”.

Es decir, que el conocido dicho “Piensa global, actúa local” había casi sido acuñado pensando en este supuesto. ¿Cómo en una playa no habitada, es posible encontrar cepillos de dientes, zapatos, envases de aceite de automóvil, de cloro y todo lo que comúnmente utilizamos en las ciudades?

El pueblo más cercano, Punta Allen, con apenas cientos de pobladores, no tiene energía eléctrica continua, es abastecido por horarios gracias a un generador y el agua potable es tomada de un cenote, es decir, no está muy desarrollado como para pensar que sus habitantes son la causa de este fenómeno.

Es evidente que el Regalo del Cielo, Sian Ka´an, está bajo amenaza de ser cierta la teoría de Pepe. Dudo que en tiempos prehispánicos cuando reinaban los Mayas, esto siquiera fuera tema de conversación.

Datos de interés:

  • Ubicado al sur de Cancún por la carretera 307,  a 10 kms aproximadamente después de Tulum, por la carretera 109.
Texto: Nina Pizá
Fotografía: Antonio Pérez
 
Nina Pizá
Tijuanense, comunicóloga, periodista y viajera. Inquieta por descubrir el mundo para ver y conocer, cómo viven y piensan en el otro lado del planeta. La curiosidad y el miedo a la rutina, es la motivación que la impulsa a viajar y escribir.
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