Un día de septiembre, hace cuatro años, el periodista y escritor colombiano Santiago Gamboa, visitó Caracas, la ciudad donde vivo. Se iba a sentar en una librería a hablar de viajes con todo aquél que tuviese ganas de escucharlo. Yo fui, claro está; y de decir, le dije muy poco, pero él sí me devolvió una contundencia: “para escribir bien, hay que irse lejos y sufrir. Tienes que saborear la lejanía”. Y esa frase me quedó dando tumbos en la mente, hasta que tres o cuatro meses después me compré un boleto para volar a Madrid y desde ahí poder irme más lejos hacia cualquier otra parte.
Quería escribir. Quería convertirme en la narradora del viaje que estaba por empezar, llenar hojas y hojas de ideas entrelazadas, de aventuras, de incertidumbres. Como nunca antes, mi pluma se desataría y se convertiría en un caudal asombroso que nadie iba a poder detener. Ese viaje a Europa –tan lejos de casa– sería el detonante para estar tranquila y escribir bien, como dijo Gamboa. O, al menos, para intentarlo.
Escribir para viajar, viajar para escribir
Entonces, me compré seis libretas de distintos tamaños. Las llenaría todas. Tendrían dibujos, trazos disímiles, anotaciones raras, relatos de cada sitio que conocería. Recuerdo bien que ordenaba las libretas de tanto en tanto, impaciente por comenzar a decirles algo hasta que, finalmente, las empaqué y comencé un periplo de escalas para poder llegar a Madrid: pasé por Miami y Londres antes de aterrizar, por fin, dos días después, en esa ciudad que sería mi puerta de entrada a otros destinos.
Cuando llegué a Madrid, ya había garabateado algunas ideas; pero ninguna se parecía a las que había imaginado. Eran ideas absurdas, sentimientos encontrados, anotaciones superfluas. Seguramente, con los días, la escritura mejoraría. Apenas el viaje estaba comenzando.
Así me fui a Malta, el lugar donde me tropecé con la absoluta imposibilidad de escribir. Todo lo que tenía por ver me distraía de las palabras. Pero lo mismo pasó cuando de ahí volé a Irlanda, a Escocia, a Holanda, a Luxemburgo y me detuve en Alemania cuando ya habían pasado dos meses de haber salido de casa. Las seis libretas estaban vacías, frustradas, abandonadas. Apenas sí había en una de ellas alguna historia que era incapaz de releer.
Todo era un chiste malo. Pero comencé a escribir en la libreta como quien escribe en un diario y le cuentas que hoy te preparaste un té y hacía frío, que ayer no te bañaste, que hace dos días que no sales de casa, que mañana irás al bosque y que, sobre todo, sigues sin poder escribir.
– Querido diario, olvidé cómo escribir.
Y el diario no te contesta, pero tú crees que sí y le sigues contando cosas como que tienes una voz en la cabeza que sí va contando el viaje como te gustaría a ti contarlo, pero que luego no alcanzas a transcribirlo todo en palabras. Y el diario se ríe y tú vas y te preparas otro té para alejarte de él y no permitirle jamás que se burle. Y le cuentas también que te aburriste de Alemania y te vas a Italia y que ya no te importa si no escribes nada, porque solo quieres comer y tomar vino y volver para irte otra vez. En fin, lo que quiero decir es que logré llenar una libreta con puras sandeces y al llegar a la última página, la tiré al fondo de la maleta para olvidarme de ella y de las otras cinco, que volvieron intactas a Caracas un mes y medio después. Me había ido lejos, había sufrido, pero no había escrito nada. Santiago Gamboa me había mentido.
El viaje había sido maravilloso, pero el propósito, la emoción que lo movía, resultó ser un total fiasco. Guardé las libretas en un lugar de mi escritorio donde no las pudiera ver. No me interesaba releer nada. No quería recordar nada. Un año y medio después de eso -justamente hace año y medio, para más señas- mi disco duro explotó y se llevó todo el trabajo de varios meses. Se esfumó con el viaje a Europa. No quedaron fotos, no había respaldo. Solo quedaba aquella libreta para rescatar algunos datos del viaje.
Entonces, lo que sucedió no me lo esperaba. Me atreví a releer(me). Primero con mucho recelo, con los ojos entrecerrados, sin reconocerme. Y no sé qué encontré en esas páginas, pero ya no me parecía tan absurdo, tan diario, tan imprudente: había lejanía, desarraigo, dolor, curiosidad, alegría y absurdo. Había un viaje contado desde la intimidad.
Subrayé algunas cosas y armé historias con esos retazos. Los dejé reposar. Los leí de nuevo y volví a escribir. De esos escritos lanzados con rabia al fondo de la maleta, saltaron los textos que hoy sostienen mi primer libro de viajes y en el que he venido trabajando desde entonces, con mucho esmero. Ahora, que estoy nuevamente en Madrid escribiendo esto –y con una sola libreta en la mochila- recuerdo ese viaje con cariño y reviso las correcciones de diseño del libro que me envían para aprobar, anoto fechas de preventa y contengo la emoción. Ya está listo, ya está escrito. Me fui lejos y sufrí. Ya el tiempo dirá si, al menos, escribí bien.
¡Hola Adriana! Qué sorpresa debiste llevarte cuando te releíste y te diste cuenta de que ahí había algo, la semilla de un libro. Casi que fue una suerte que se te estropeara el ordenador, porque tal vez si no hubiera sido así, no habrías recuperado lo que escribiste durante tu viaje.
Tu historia me recuerda que hay que escribir, aunque nos parezca, como a ti, que estamos escribiendo «puras sandeces», jaja. ¡Un saludo!
Hola Isabel, pues sí. Es un proceso loco e interesante y como dices, tuve suerte en releer. Así que hay que seguir escribiendo porque quién sabe si algún día tenemos la fortuna de escribir bien, jaja. Un abrazo y gracias por pasar por aquí!