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jueves, diciembre 12, 2024
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La isla más antigua de Venezuela

En laisla como la llaman con todo amor los pescadores y en consecuencia todos los que descubrimos este entrañable lugar, hay mar por todos los costados, hay olor a coco por doquier. Es una secuencia interminable de sensaciones deliciosas entre amaneceres, atardeceres, ostras, playa, pescado frito en la orilla de la playa, olor a bronceador, empanadas rellenas creatividad y jugos naturales de mucha frutas.

Entre conocer, caminar e ir a la playa, la isla Margarita, la isla más antigua de Venezuela, es un lugar mágico. Es el ciclé en estado puro. El azul turquesa del mar, el calor, la brisa marina, los paisajes áridos del oeste, el mar abierto de La Restinga, los manglares, las palmeras, el Valle de la Virgen, el Mercado de Conejeros y la gente. Percibo naturalidad, frescura, aquí no puedes aburrirte. La isla Margarita está rodeada de mar Caribe y es el único estado insular de Venezuela, conocida como la Nueva Esparta que desempeñó un papel importante en la historia de independencia del país y que hoy forma parte de este paraíso caribeño.

Hay ciertas cosas a tener en cuenta, las mejores empanadas y los más deliciosos desayunos se degustan en el Mercado de Conejeros, si no, en los chiringuitos de cualquiera de las playas; aún puedo recordar esas empanadas, diría que las mejores son de una especie de pequeños tiburones, que locamente llaman “chuchos”, el guiso de ese escualo en una empanada es una gloria culinaria. Si de ostras se trata, las mejores son las de la Isla de Coche. Las playas más concurridas son extraordinarias pero las mejores son las de Macanao, justamente porque son pocos los que van a este lugar y están en medio de un paisaje árido y salvaje. Indiscutiblemente los atardeceres más bellos son los de Juan Griego y las mejores conversas son las que se dan con los pescadores.

Margarita-Venezuela

Aquel viaje lo compartí con los pescadores en una localidad llamada Pampatar. Es un pequeño pueblo de calles coloniales y de un fuerte al que llaman castillo. Sentada en la arena viendo el atardecer, abstraída por los colores del mar y el cielo que jugaban con los colores de las lanchas,  me ofrecieron comer sardinas a la parrilla con fogata, ensalada y guitarra. ¿Cómo negarme? aún cuando no era fanática de las sardinas porque la única presentación que conocía era en lata, pero a partir de ese día, mi percepción cambio y hoy, mucho tiempo después sigo haciéndoles promoción a esas sardinas a la parrilla.

Durante esa parrillada particular en el Caribe, los pescadores contaban que tenían un barco de pesca cerca de allí, trabajaban a destajo para una empresa atunera que les pagaba muy mal, pero que tenían otras actividades adicionales que les permitían sacar adelante a sus familias. Llegaron con las sardinas en los peñeros, las sacaron, mostraron su destreza limpiándolas, abriéndolas, y solamente las aliñaron con sal; prendieron la fogata, colocaron la rejilla que serviría de parrilla y mientras uno de ellos empezó a tocar la guitarra. Prepararon una ensalada de palmito y aguacate, sacaron los platos y cubiertos y en lo que las sardinas estuvieron listas, el ambiente entre los pescadores era de gozar por la espera del deleite de cena, qué forma de disfrutar la vida, pensé.

Ellos mismos tejen sus redes, conocen a la perfección las técnicas de pesca, cómo deben estar las nubes para salir a pescar, cómo debe estar la marea y cómo van acompañados de su Virgen del Valle en las madrugadas al salir al encuentro con la mar. Las tormentas dan uno que otro susto y para ello nada mejor que regresar a casa con la familia. Cuanta humildad, humanidad, felicidad, orgullo por su trabajo y su tierra transmitían estos pescadores. Disfruté poder compartir con ellos ese pedazo del día, ese cielo lleno de estrellas, esas sardinas, su música y sus historias.

Estar con ellos durante una parte de su día,  entendí que viven en un universo propio, es un mundo lleno de agua, sal, redes y peces, rodeados de familia y amigos, de más pescadores. Tienen un lenguaje particular con la mar, se entienden con el cielo, tienen una luz diferente y una piel curtida por el sol, hablan de peces sabiendo que son su sustento, lo agradecen y los manejan con habilidad y sabiduría, es una ocupación noble, los percibí complementados con su labor. Disfrutando de su día a día entre el mar y la arena.

De ese paseo a la Isla Margarita, no hubo rincón que no recorriera. Margarita está llena de fuertes construidos en el siglo XVII, un faro de marineros que queda lejos de todo y evoca tiempos e historias; un museo marino con un fósil de ballena que causa mucha impresión por sus dimensiones. Un mar Caribe siempre azul, siempre delicioso, receptivo y amigable;  una gente hermosa que tiene la piel tostada y habla tan rápido que uno se pierde. Todo esto acompañado de un paisaje de ensueño y un par de islas más pequeñas que la acompañan, Coche y Cubagua, donde el agua es aún más turquesa y las playas están menos concurridas.

La isla siempre me deja gratos recuerdos de grandiosos momentos, es uno de esos lugares donde sé que voy a comer muy bien, voy a conocer gente cálida, cercana y voy a recorrer lugares que me hacen suspirar, reflexionar. Margarita está conmigo en cada paso, es un pedazo de Venezuela que llevo en mi muñeca derecha representada con una medalla de la Virgen del Valle, una tierra llena de pescadores que recogen sustento y vida en cada uno de sus lanzamientos de red, una perla en el Caribe.

 

 

Johana Milá de la Roca
Venezolana residente en Panamá. Licenciada en administración de turismo con un máster en periodismo de viajes, una fusión que hoy ejerce y comparte desde Centroamérica.
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