Fue hace algunos años, durante un viaje al sur de Bahía, cuando conocí al pequeño Aruanã. Él tenía cuatro años y vivía en un pueblo indígena en Porto Seguro, al extremo sur; el lugar donde los portugueses llegaron por primera vez a Brasil en el año de 1500.
Empiezan a caer unas gotas de lluvia sobre la bosque. Tan finas y escasas que ni los colibríes se habían percibido y continuaron a posar, sin rumbo, de jazmín en jazmín. Los niños indios, que eran muchos y llenos de gracia, miraron hacia el cielo gris y extendieron las manos. Una de las madres vociferó algo, a lo lejos, y todos corrieron, apresurados. Habían decidido continuar los juegos en el interior de una oca, como se le define a una vivienda indígena.
Me acerqué despacio y me quedé allí, sentado en un rincón, observando la animación. El sol entraba por las rendijas del techo de hojas de palmera y uno de sus rayos dio sobre las cabezas de los pequeños indígenas que jugaban al corro, hacían palmas y cantaban canciones del folclor Pataxó. Había un grupo de ellos al otro lado de la oca; estaban acostados sobre el suelo de barro y hacían dibujos coloridos en una hoja de papel. La mayoría eran niños alegres y afectuosos: sonreían, me abrazaban y hacían todo tipo de preguntas. En poco tiempo, ya éramos todos amigos.
Esparcí algunas hojas en blanco y les pedí que se dibujasen a sí mismos. Fue, en este momento, cuando conocí al pequeño Aruanã. Su piel era bien morena, tenía el rostro redondeado y mofletudo. Su cabello era negro, muy liso y le caía por encima de la frente. Tenía una sonrisa larga, contagiosa y sus ojitos alargados se quedaban aún más pequeños cuando sonreía.
Una niña llamada Arabi, de ocho años, se dibujó elegante con collares y adornos de plumas en la cabeza. Destacó también la aldea y el bosque alrededor.
“¡Muy bien Arabi! ¡Ha quedado muy bien!”
Ya Aruanã invento algo distinto: garabateó los peces, los árboles, el macacos, el jaguar, las flores, la oca, las nubes, el sol …
“Uy, Aruanã. Falta algo. ¿Dónde estás tú aquí?”, le pregunté.
El pequeño me miró con una cara confusa y, después, apuntó nuevamente para el río, el bosque, los animales, la aldea y el cielo. Y, después, dijo:
“Éste soy yo”.
Acabé pasando el final de la semana en aquel poblado indígena. Fue una experiencia intensa: dormir en una red, lavarme en el río, aprender el tiro con arco y flecha, comer pescado asado en hoja de patioba y participar en una ceremonia la noche de luna llena. Pude conocer, además, la lucha de los indios contra la discriminación y la falta de derechos. Aquel lugar que siempre había sido un sitio sagrado, la morada de los espíritus, ahora era también un territorio de resistencia.
Por: Davi Carneiro, periodista de viajes, brasileño.