Esto también podría ser la reseña de un libro de Gabi Martínez.
Diablo de Timanfaya no fueron los primeros pasos que Gabi Martínez dio en la literatura de viajes; pero casi. Antes fue Solo Marroquí (1999). Luego llegaron otros libros. Gabi Martínez tiene más de Bruce Chatwin o de Nicolas Bouvier que de Javier Reverte: ante todo es un fabulador. Dan igual las categorías: novela, literatura de viajes, aventuras, periodismo narrativo, autoficción… De ahí que se haya descolgado recientemente con una novela como Las defensas (2017) que trata sobre la posibilidad de volverse loco. Y resulta que es más probable de lo que suponemos.
A modo de arqueología bibliófila: Diablo de Timanfaya es un libro descatalogado que formó parte de la colección “Islas”, compuesta por ocho títulos que trataban sobre la idea de lo insular. Entre otros, se publicaron libros sobre Baleares, Capri, Chipre o las Canarias y con autores como Jorge Volpi, el mismo Gabi Martínez, que además era el director de la colección, o Nuria Barrios, por ejemplo. Si tienes la suerte de encontrarlo en alguna librería de segunda mano, cómpralo.
¿Cuántos viajes comienzan con un “volver a empezar”?
Diablo de Timanfaya comienza con un golpe en la mesa de la oficina. Nunca nada es como uno esperaba y por eso el joven Gabi Martínez dejó el trabajo y volvió caminando por Barcelona a casa una tarde de agosto –y sólo un barcelonés sabe lo que eso comporta en realidad–. En algún momento de su vida había hecho metáforas con los volcanes. Por eso que acabó viajando a las Canarias, pasando de El Hierro a La Palma, a La Gomera, Tenerife, Gran Canaria, Fuerteventura, Lanzarote e isla de Lobos. Incluso, aparece por ahí San Borondón, la errante. “Cada isla, como cada hombre, es un universo”, dice Gabi Martínez.
Es un viaje de obsesiones y de búsqueda. Hay parte de ironía, de parodia, de desmitificación, nada de romanticismo: al viajero le pican los mosquitos, suda, tiene celos, miedo, en algún momento siente la presencia de fantasmas, se le quema la piel y se le pela la cabeza al mes del viaje, lava a manos sus calzoncillos y calcetines y los pone a tender. El paisaje de las islas va pasando filtrado por sus sentimientos y emociones, y así Vallehermoso, en La Gomera, le parece triste porque llega en domingo y él está en una isla y, “alrededor de mí, nadie”. Y eso es demasiado domingo para una isla.
El viaje avanza a golpe de conversaciones, anécdotas y extraños que toman el relevo en la narración, como Pepe el Limpiabotas, de Gran Canaria, que nos cuenta la magistral historia de El Boy y Paula. “¿Qué lleva a un extraño a contarnos una historia?”, se pregunta Gabi Martínez. Al encuentro, aparecen Alexander von Humboldt, Colón, César Manrique e incluso Alberto Vázquez Figueroa en un perfil hacia el final del libro que no tiene desperdicio.
En el Valle del Gran Rey, el autor alcanza una especie de revelación: “Uno no puede andar por los volcanes y salir indemne. Si los pisas y nada te ocurre, o es que el volcán está muerto o es que eres un fantasma”.
La polémica
Gabi Martínez no es un fantasma, por lo que no salió indemne de escribir Diablo de Timanfaya. En el libro mostró cómo la especulación inmobiliaria se estaba saltando la legislación urbanística y el riesgo que eso podía suponer en una zona sísmica como Canarias. Un periódico canario y el gremio de hoteleros se le echaron encima y pidieron la retirada del libro. Lo curioso es que el libro aún no había llegado a las librerías canarias. Por supuesto, se reivindicó la libertad de expresión por parte de los responsables de la editorial, que pasaron de puntillas sobre la polémica, con lo que eso puede llegar a significar para la distribución de un libro. De un libro de un escritor joven, de un libro de viajes en un país y una época donde el único que vendía era Javier Reverte por su pelotazo de Vagabundo en África (1988).
¿Para qué sirve el periodismo de viajes?
Estamos así: un libro descatalogado y una polémica que pocos recuerdan. Sin embargo, nada más actual. Preguntarse para qué sirve el periodismo de viajes es lo mismo que preguntarse qué es una crónica de viajes. Lo dejó claro Leila Guerriero en Viajar, contar, viajar: “Una crónica de viajes no es un folleto turístico, pero más largo; ni una publicidad de hotel, pero mejor escrita; ni un puñado de adjetivos previsibles –encantador, mágico, asombroso– apiñados en torno a las montañas, la puesta de sol, el mar, el puente, el río”. Diablo de Timanfaya no fue un folleto turístico, sino un libro escrito tal como entendió Gabi Martínez que debía escribirlo.
En demasiadas ocasiones, el periodismo de viajes se escribe reduciendo el mundo a una suerte de parque de atracciones edulcorado, en el que todos los sueños se nos cumplen. Pero, como mínimo, el periodismo de viajes debería servir para llegar de verdad a los lugares, aunque eso suponga dormir con una navaja escondida en la cama el último día de viaje, tal como explica que hizo Gabi Martínez antes de volver del viaje que hizo a Pakistán para escribir Sólo para gigantes. La navaja no era para atacar, sino para clavársela él mismo por si alguien finalmente quería asesinarlo como temía. Como la navaja, para eso sirve el periodismo de viajes: no para atacar, sino para ir por el mundo con valor. Porque no somos fantasmas y nadie sale indemne de andar por volcanes, sean del tipo que sean.