El paisaje se extiende hasta el horizonte en un mar de hielo sin límite. El frío es extremo y la luz del sol que no se esconde en todo el día ciega la vista. Desde aquí sólo se puede avanzar en una dirección: el Sur. Estoy en el Polo Norte, donde se encuentra el eje en el que gira la Tierra.
Hemos llegado hasta aquí recorriendo en esquís el último grado de latitud, a lo largo de más de cien kilómetros de hielo marino. El avance por su superficie es tranquilo en la mayor parte del trayecto, pero como las corrientes marinas y el viento lo mueven constantemente, éste puede fragmentarse en placas que quedan a merced de la deriva y que conforman un paisaje de una belleza sobrenatural, con unas formas que lejos de ser monótonas lo convierten en un paraje siempre cambiante. Cuando chocan unas con otras crean crestas de presión, tramos en que el hielo se levanta como si fuera una barrera o una barricada glacial. Algunas pueden llegar a tener varios metros de altura, y hay que superarlas poco a poco, subiendo a ellas y tirando de los trineos a través de las cuerdas que los sujetan. Con los esquís en los pies y los bastones para ayudarnos puede ser muy complicado a veces y son los peores momentos del viaje. Cada trineo puede pesar más de cien kilos con todo el equipo, y arrastrarlos con las cuerdas fijas a la cintura puede ser a veces tan cansado que uno puede llegar a sudar a pesar de la baja temperatura de menos de 40 grados bajo cero.
Cuando las placas de hielo se separan crean grietas o canales de agua que a las pocas horas se habrá congelado. Si nos impide pasar, hay que rodearla, pero si es demasiado grande, lo mejor es montar el campamento y esperar a que, pasadas unas horas, el hielo formado de nuevo entre las dos orillas de la grieta sea suficientemente grueso como para dejarnos pasar.
El campamento se monta también al final de cada jornada, después de unas ocho horas de esquiar por el hielo. El campamento es en realidad una extensión llana, alejada de cualquier grieta y con nieve que se pueda fundir para preparar bebidas calientes, la cena y el desayuno. Montar la tienda es una tarea de equipo, y los cuatro componentes que suelen participar en una expedición de este tipo ayudamos en todos los aspectos, desde su montaje a la preparación de los aislantes del suelo, el cubrimiento del techo y la preparación de la nieve para fundir. En su interior, los infiernillos nos dan calor y secan nuestras ropas húmedas. Es hora de comentar la jornada, reírnos de las anécdotas y comunicarnos con la base para anunciar nuestra posición de GPS, mientras se prepara la cena. El frío y el esfuerzo físico nos obligan a ingerir una dieta el doble de energética que en casa, así que la cena se alarga hasta las diez o las once. El sol no se pone tras el horizonte, sino que gira sobre nuestras cabezas e ilumina el interior de la tienda cuando sacamos el infiernillo y entramos los sacos de dormir. Sin calor, la temperatura llegará hasta los -15ºC, pero con dos sacos por persona y vestidos con toda la ropa es posible incluso dormir caliente.
A la mañana siguiente, un desayuno fuerte nos permitirá aguantar los rigores de la jornada. Y así hasta diez etapas, cada día de las cuales el Polo está más cerca.
Los exploradores desde la antigüedad soñaron con llegar hasta hasta el Polo Norte, como si el punto más septentrional del planeta fuera una especie de imán que los atraía. Robert E. Peary fue el hombre que se acercó más y proclamó haber llegado a él el 6 de Abril de 1909. En realidad se quedó a unos kilómetros del Polo verdadero, pero su hazaña con trineo de perros y acompañado de Mathew Henson y cuatro hombres inuit de Groenlandia fue todo un hito y se considera como la primera expedición en haber logrado el objetivo.
Peary tardó más de un mes en llegar al Polo Norte. Hoy en día se puede llegar en unas horas. Gracias a las técnicas aprendidas durante la guerra fría, cuando en el hielo ártico se montaban varias bases espía rusas a la deriva, actualmente cada mes de abril se construye en la más absoluta nada del hielo polar la base Barneo, que permite el aterrizaje de un avión comercial sobre el grueso hielo cercano al Polo. Desde la base, que se mueve a merced de los vientos y corrientes marinas, un par de helicópteros pueden llevar a los turistas árticos hasta el mismo Polo Norte. El punto más septentrional de la Tierra no es estático, por lo que, a diferencia del Polo Sur, no se puede indicar con un poste, porque éste se mueve constantemente. Así que, cada día del mes de abril, cuando el helicóptero llega con unos cuantos turistas, se monta un pilar de madera, se extienden unas cuantas pieles de oso polar en el hielo y los rusos ricos que han contratado el viaje desde Moscú pueden tomar vodka con caviar en lo más al Norte del mundo.
Nosotros no iniciamos el vuelo desde Moscú, sino desde las islas Svalbard, y a nuestra llegada un helicóptero nos trasladó no hacia el Norte, sino hacia el Sur, hasta encontrar el paralelo 89ºN. Aquí el helicóptero nos dejó con todo el equipo y nuestro guía profesional, un experto que nos ha enseñado a buscar la dirección fijándonos en la posición del sol y la hora. Aquí tan al Norte las brújulas no tienen utilidad, pues marcan el Polo Norte magnético que está situado actualmente en unas islas del norte de Canadá. En los trineos (pulkas) llevamos todo lo necesario para poder sobrevivir unos diez días en el hielo en una condiciones de terreno hostil y peligroso: comida, infiernillos y combustible, tienda de campaña, sacos de dormir, ropa de abrigo y los esquís para movernos.
Los kilómetros finales son los más emocionantes. Con el GPS en la mano tenemos que buscar el punto exacto, ahí donde se encuentra el Polo Norte, inestable entre las placas movidas por la deriva. Dígito a dígito en la pantalla del aparato va aproximándose el número tan ansiado. Al final, por un breve espacio de tiempo, el Polo Norte aparece en la pantalla: 89,999ºN. La precisión no puede llegar a los 90ºN, pero por una fracción de segundo el Polo Norte habrá estado bajo nuestros pies. Por un instante, sobre el hielo ártico, por encima de más de cuatro mil metros de agua salada, habremos estado sobre el mismo eje de la Tierra donde nuestro planeta cada día da una vuelta entera. La emoción nos embarga. Tras un año de preparación y entreno. Tras más de quince días de expedición y kilómetros y kilómetros de fatiga, hemos llegado a nuestro anhelado objetivo. Nos abrazamos con los compañeros de expedición y por un momento bailamos de alegría encima del eje terrestre.
Esta noche descansamos junto al Polo, que marcamos con un esquí clavado en un amontonamiento de nieve. Una llamada a la base con un teléfono vía satélite y el helicóptero vendrá a buscarnos. Habrá terminado una de las aventuras más extremas que podamos llegar a realizar, y cuando volvamos a casa lo haremos con la satisfacción de haber estado en el Polo Norte. Posiblemente sea el lugar más remoto del mundo y con una dureza extrema pero, cuando has estado ahí, solo puedes pensar en su indefinible belleza.
Por: Jordi Canal Soler, escritor y fotógrafo de viajes.
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