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viernes, diciembre 13, 2024
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El encuentro con maría en Barcelona

De pronto proliferan clubes de fumadores de cannabis en Barcelona y eso llega a mis oídos. ¿Similar a Ámsterdam? ¿Legales?

La primera respuesta que le puso un freno a mi curiosidad fue saber que un socio te invita y te avala para, entonces, inscribirse al club; no es viable llegar a la calle y número tal, tocar el timbre y, como si se tratara del gimnasio; ¡Hola! Vengo a inscribirme. Debía encontrar a un conocido que me presentara como nueva socia y entonces llegar a maría, como aquí le llaman a la marihuana.

Hasta finales del año anterior, en España se tenían registrados cerca de quinientos clubes. Espacios privados sin ánimo de lucro que pueden dispensar marihuana entre sus socios bajo el concepto de consumo compartido, donde los responsables del local, se encargan de cultivar para, después, compartir la cosecha con los socios.

En Barcelona la cifra es de poco más de ciento veinte locales que los encuentras entre el Barrio de Sants, la Barceloneta, Poble Nou, el barrio de Gracia y otros puntos de la ciudad. Según la Agencia de Salud Pública de Barcelona, el cannabis es la sustancia ilegal con mayor consumo entre todos los grupos de edad, así que no debía ser tan difícil encontrar a algún amigo que fuera miembro de un club y, con suerte, uno cerca de casa.

En los siguientes encuentros sociales puse el tema en la mesa. Primero con los que sé que abiertamente consumen, con los que tenía dudas y después con los que estaba segura que no consumían cannabis; tenía que preguntar.

Los argumentos variaron pero uno a uno iba cayendo como posible cómplice. “La probé una vez en el colegio pero no me gusta meterme nada, prefiero una birra”, “muy de vez en cuando fumo”, “mi compañero de piso alguna vez me ha compartido de su maría”, pero casi todos fuman con “un amigo que siempre carga y me da un poco cuando le pido” o “conozco a un amigo que está en un club y me comparte un poco pero tengo tiempo sin verlo”.

Resultó no resultó no ser tan sencillo encontrar a un amigo fumador inscrito en un club. En apariencia, la sociedad parece permisiva al consumo de drogas como el cannabis y el hachís que al menos en España, es común que la estela del porro salga de los balcones o de los callejones, o entre los pasillos del metro; incluso en el parque, afuera del restaurante, saliendo del cine, en la playa, en los conciertos, y por supuesto, en la noches de fiesta. Fumarse un porro durante un paseo o sentado en una banca dentro de una plaza pública con un grupo de amigos es algo que suele pasar desapercibido.

Pasaron un par de meses hasta que la suerte tocó mi puerta. En una reunión de cumpleaños, me presentan a Bònur, bajito de estatura y con una sonrisa efecto ojos chinos; a los pocos días quedamos para tomar unas cañas y de pronto, música para mis oídos: “Ah, pues yo estoy inscrito en uno que está aquí cerca”. Había encontrado al amigo de un amigo que andaba buscando, la llave de la puerta que deseaba cruzar.

Nos encontramos afuera del metro Paralel, caminamos unos diez minutos y Bònur no recordaba ni la calle ni el número pero sabía llegar. En la búsqueda por estos locales, muchas de las fotografías que se encuentran en el cibermundo mostraban a clubes como si fueran cafeterías, más de uno recurría a anuncio o un pequeño letrero como reconocimiento en la entrada del local. Sin embargo, mientras indagaba con la mirada, en busca de alguna señal del sitio, Bónur simplemente se detuvo y expresó: “Aquí es”.

Me inmovilicé abruptamente y desconcertada veo el local de arriba a abajo: Un piso más entre los pisos de la calle y sin ningún rótulo. Ahí estaba una cortina metálica semi abierta con un timbre. Tocamos, abren la puerta y pasamos a un recibidor, dos bicicletas recargadas en una de las paredes y nos sentamos en cada una de las sillas disponibles frente a un escritorio lleno de papeles que parecían desordenados.

“Mi amiga quiere hacerse socia”, le dice Bònur al chico. “Vale, claro que sí, bienvenida. Me dan su DNI, chicos”, responde con acento italiano. De pronto, volteo a mirar a Bònur como lo haría una liebre en carretera que se enfrenta a la luz de un coche, y sale de mi garganta una voz baja, atípica: “No traigo mi pasaporte”. “Lo siento, chicos, sin identificación es imposible” expresó el italiano.

Salimos del local, nos reímos un poco, regresamos al punto de encuentro y quedamos en volver al mismo lugar unos días posteriores.

Así fue y repetimos la dinámica. El encuentro, caminar a ciegas y tocar el timbre del local con la cortina metálica semi abierta. Abrió la puerta otro chico, también con acento italiano y después del “mi amiga quiere hacerse socia”, llegamos al “me dan su DNI, chicos”. Con una sonrisa saco de mi bolsa la identificación, se la entrego al chico, él la toma, le saca una copia, la escanea y me entrega unas cinco hojas engrapadas, el contrato.

¡Qué serio es esto!, pensé. Ya deseaba que me regresara mi identificación. Todo un procedimiento y una barbaridad de cláusulas. “¿Aceptas? Firma aquí”, escucho el castellano con tonillo italiano. Entre otras cosas, el club se definía como una asociación sin ánimo de lucro de consumidores de cannabis lúdicos y terapéuticos que me daría acceso a la substancia de una manera legal, excluyéndome del mercado negro.

Un contrato donde estipulas cuantos gramos consumes al mes y algunos conceptos, por ejemplo, compra y venta son palabras que no forman parte del lenguaje. “Son aportaciones para una cosecha que pertenece a todos los socios y que aquí puedes consumir, si decides llevarte algo a tu casa, es bajo tu responsabilidad, saliendo del local, si llevas algo contigo, es tu decisión”, dice el chico. Deja de mirarme y busca un bolígrafo.

Lo que al principio parecía ser una puerta abierta para la legalidad del consumo de cannabis, poco a poco parece ser más estrecha. Resulta que es posible tener planta de marihuana en tu casa, puedes ir a un club a fumar, pero no puedes transportar tu consumo o tu cosecha de un sitio a otro, una laguna legal aún sin resolver. En junio de 2014 el ayuntamiento barcelonés anunció la suspensión de licencias a los espacios privados de fumadores.

Ese mismo mes, arrancó la «Operación Sativa», inspecciones en las que decenas de espacios terminaron con un anuncio de clausura en su puerta. El pasado 5 de mayo de este 2015, saltó la noticia de una nueva norma: los establecimientos deben estar a una distancia de 150 metros respecto de cualquier emplazamiento que pueda tener la presencia de niños; norma acompañada de una intención de cerrar el 80% de las asociaciones legalmente abiertas y con licencia concedida. De concretarse, sería un golpe a un negocio que solo en Cataluña factura cinco millones de euros al mes.

Mientras tanto, ahí estaba pagando 15 euros por una membresía de tres meses y mirando una puerta que deseaba cruzar, quería ver el local y fumar legalmente. Firmé, me entregaron una tarjeta/credencial con mi nombre, el número de socio y la fecha de caducidad.

¡Adelante chicos! nos dice el italiano.

Un sillón rojo para dos personas apenas entrar a la derecha, otro negro a la izquierda con una mesa de futbolito, una mesa de centro y una pantalla gigante de frente. Otro espacio de sillones, uno más y otro más por allá, música de fondo. Un par de libreros con libros y revistas, una cafetería, una sala para videojuegos y una barra. Cuadros sicodélicos en las paredes, colores jamaiquinos, folletos de actividades sociales y un garrafón de agua.

Caminamos unos pasos y directos a la barra. De pronto veo un menú con un listado propio para índica, kush, resina, sativa y hachís. Me acerco con el chico que se encontraba del otro lado del mostrador:

  • Hola, soy nueva por aquí y no tengo idea de qué pedirte.
  • Vale, ¿Qué andas buscando?
  • No me quiero dormir, posiblemente solo quiera bajarle dos rayitas a mi energía.
  • Te recomiendo la old school.
  • ¿Cuánto es lo máximo que puedo pedir?
  • 5 gramos.
  • Entonces 5 gramos.
  • 40 euros, chica.  Anota aquí tu nombre, tu número de membresía y lo que tomas de consumo.
  • Vale, gracias.

Nos sentamos en la única mesa disponible y aunque intentaba ser discreta, quería saber qué tipo de personas estaban en este sitio y cómo se comportan, por lo tanto no dejaba de mirar alrededor. En una mesa, unos chicos estaban acompañando su charla con fruta, en otra estaban con un juego de mesa, dos hombres sentados en el sillón como en su casa, a sus anchas viendo los videos musicales. De pronto me pareció cualquier café de la ciudad, incluso un sitio tranquilo donde no se toman cañas, se fuman porros con un vaso de agua o un zumo de naranja.

Bònur saca papel y él se encarga del que yo llamo churro y no porro. Pide un encendedor y me lo entrega, estoy nerviosa y me siento tonta. No estoy haciendo nada ilegal, tampoco es mi primera vez y aunque siento unas falsas miradas, la sensación de nervios la siento. Fumo y comparto con Bónur y sonreímos con la frescura del primer trago de cerveza y miro alrededor y confirmo: un sitio cualquiera, nadie me está mirando.

Los viernes en La Kalada ofrecen conciertos, pero también tienen exposiciones y charlas. Existen clubes con diversos enfoques, como Sibaritas Cannabis Club que va por un uso terapéutico, plenamente enmarcado en la fitoterapia. El Club La Mesa, ofrece espacios para trabajar, con wifi, y un bar sin alcohol. Diversidad de estilos para la también diversidad de consumidores.

De pronto, al fumar, poco a poco dejaron de importarme los demás y me enfoqué en pasar el rato con Bónur. Pasaron unos treinta minutos y decidimos irnos, justo cuando llegamos a la mitad el porro. Nos despedimos del chico de la barra, del que nos abrió para entrar y ahora lo hacía para salir y caminamos por la misma ruta desconocida con Bónur pero a la inversa. Nos despedimos en la salida de metro, quedamos el repetir y seguí mi camino con destino a casa, ya tenía hambre.

Fotografía de portada: Arlene Bayliss

Arlene Bayliss
¡Ahorita Vengo! Eso dijo en su casa y no ha vuelto. De Tijuana en Barcelona. Comunicación y periodismo de viajes.
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