Tengo dos Nicolas Bouvier en frente cuando empiezo a escribir.
Entre uno y otro hay 38 años. El primero asoma la cabeza -pelo rizado, despeinado, mirada risueña- por el techo practicable de un Fiat Topolino negro, en algún lugar de una carretera polvorienta; el segundo responde a una entrevista en su despacho -del cuello le cuelga una de esas gafas para ver de cerca, gesticula-, habla de libros que ayudan a vivir cuando ya no tienes el valor suficiente. Para ir de uno a otro hay que recorrer un largo camino: de Yugoslavia a la India, Ceilán, y Japón, o lo que es lo mismo, de 1953 a 1956, de la vida al viaje, o del recuerdo a la escritura. O tal vez sea, lo dice el segundo Nicolas Bouvier, el de 1993, que un libro te puede mostrar que podrías vivir de otra manera, hacer otra cosa, vivir en otra parte… Cambiar. Pero en esta ocasión no es solo un libro, son tres: “Los caminos del mundo” (1963), “Crónica japonesa” (1975) y “El pez escorpión” (1982).
Igual que tengo dos Nicolas Bouvier, también tengo dos citas.
“I shall be gone and live
Or stay and die”
(Shakespeare)
Ésta abre “Los caminos del mundo”, el libro en el que Nicolas Bouvier cuenta el viaje que realizó desde Yugoslavia hasta la India, pasando por Afganistán e Irán, antes de la ruta hippie, con su buen amigo, el dibujante Thierry Vernet. Ir y vivir o quedarse y morir, that is the question. El viaje es la vida: es la poética del desplazamiento en crudo.
“La grande défaite, en tout, c’est d’oublier, et surtout ce qui vous a fait crever”
(Louis-Ferdinand Céline)
Esta otra cierra “El pez escorpión”, el libro con el que Nicolas Bouvier, 27 años después, logra conjurar todo el sufrimiento de su experiencia en Ceilán, la antigua Sri Lanka: la que explica mejor aquella frase famosa, tan manoseada cuando se habla de viajes, pero que es inevitable en el fondo: “Crees que vas a hacer un viaje, pero enseguida el viaje es el que te hace, o te deshace”. No hay derrota si hay recuerdo: recordar es escribir.
Los “grumos soleados de la memoria” son la materia con la que está hecha la escritura de Nicolas Bouvier. Es 1965, en la ciudad costera de Abashiri. Nicolas Bouvier está viajando por el país. Necesita saber quién cambió más desde su última vez en Japón, ocho años antes, si él o el país. Cruza la plaza jugando con los charcos, cuando le comienza a seguir una ristra de niños para los que un occidental es suficiente novedad. Agitan grandes hojas de papel ante él y con señales le piden que las firme con su nombre: una firma de un occidental, unas canicas, una piedra con forma de avión, una peonza, esa clase de tesoros infantiles.
Pero no firma con su nombre, para qué engañarles, dice, si, en realidad, el viaje lo “ha vaciado de sustancia”. Mejor decide escribir de forma arbitraria: “escarabajo”, “cabalgata”, harina”, Pommard”, sin pensar, como se le ocurren, como le llegan a la mente, “Chantemerle”, que es un bosque de la región francesa de Vandea, a donde una vez, hace mucho, fue a buscar hongos bajo una incesante lluvia, y de golpe se queda con la pluma en el aire, los niños agitados, y Nicolas Bouvier ya no está con ellos, está en el albergue donde durmió después de aquel paseo por el bosque, y recuerda la habitación, la lluvia, la cama, una risa: está lejos, muy lejos, “sobrecogido por el milagro que es vivir y recordar.”
Tabriz, Irán, diciembre de 1953
Nicolas Bouvier y Thierry Vernet comen sobre todo pan que compran al despuntar el día, un pan maravilloso que huele a horno y es caliente como el tizón. Junto al pan, también té, cebollas, algo de queso de cabra, tabaco iraní. Han pagado seis meses por adelantado el alquiler de la habitación y tienen todas las horas libres del invierno nevado por delante. Thierry se dedica a pintar con todas sus telas extendidas en el suelo y Nicolas, a escribir -había comprado papel en el bazar y había limpiado la máquina de escribir-, también da clases de francés a unos pocos alumnos -dos son hijos del carnicero y les traen algunos desechos de la tienda que consiguen escamotear al padre con los que complementan la dieta-. Son felices así: Tabriz siempre le recordará los días en que la vida les fue propicia.
Ginebra, 1993
Eliane Bouvier está en el salón de su casa. Cuando el periodista le pide que se presente, enciende un cigarro para ganar tiempo. Le da una calada, mira a la cámara, sonríe, sacude la ceniza y explica que después de pasar a máquina por tercera vez el manuscrito de “Los caminos del mundo”, se hartó y se negó a hacerlo una cuarta vez. Él nunca estaba contento con el resultado, “mira”, dice Eliane que exclamó, “ahora mecanografías tú, y ya no quiero oír hablar más de ello”. Y Nicolas Bouvier mecanografió la cuarta versión, la definitiva de un libro mítico para el que, sin embargo, no encontró editor fácilmente.
Nicolas Bouvier escribía como vivía: de forma intensa, y, ¿cómo es eso?, ¿cómo se escribe de forma intensa?, ¿acaso es posible hacerlo de otra forma? Cada palabra debía ser exacta, las descripciones capaces de revelar la vibración del lugar, del momento, de la gente, -el ritmo, la poesía de lo efímero-. Hay una búsqueda constante de estilo por encima de la voluntad testimonial.
Galle, Ceilán, octubre de 1955
Es viernes, Nicolas Bouvier sigue atrapado en Ceilán. Es por la mañana temprano, cuando el mesonero del lugar donde hace casi siete meses que se hospeda deprimido y enfermo, le llama a gritos: tiene un telegrama, “Ba-o-u-vi-e-rr Sahib”. Es de una revista y hay un giro con el pago por adelantado para que escriba un reportaje sobre Azerbaiyán -la vida en Tabriz siempre les fue propicia-. Tiene cuatro días para hacer la entrega.
La escritura ocupa los días por completo -las dudas con las que enfrentaba el papel en blanco de antaño han desaparecido-. Nicolas Bouvier escribe, lo hace primero a mano, sobre resmas de papel, pasa a máquina lo escrito, solo sale a por cigarros, o un paseo rápido hasta el faro para despejarse, vuelve a escribir, relee, duerme poco, dos horas como mucho, escribe más, sigue, prepara un guion del tamaño de un cartel y en él tacha, abrevia, anota, relee, suprime, hasta que consume toda su energía en el texto, “afinando hasta no poder más con la sensación de ser un asesino que afila un cuchillo.”
Epílogo
Termino de escribir. Ahora solo queda un Nicolas Bouvier. Éste mira a la cámara, los ojos achinados por una sonrisa, se ha dejado barba, el pelo rizado, como siempre despeinado. Está sentado en una playa, es Ceilán, es 1955, es la eternidad. Llegará el momento de cambiar, de volver a salir, de volver al camino. Un libro, o tres, nos mostrará que podemos vivir de otra forma. Nos sorprenderemos ante el milagro de vivir y recordar. Hasta que el viaje nos deshaga como hizo con él.
Para conocer a Nicolas Bouvier
En español hay poco y con mucho esfuerzo: los tres libros que escribió alrededor de su viaje decisivo.
- “Los caminos del mundo”, ed. Península, 2001. Está descatalogado; pero es posible encontrarlo en bibliotecas y en algunas librerías de segunda mano.
- “El pez escorpión”, ed. Altaïr, 2010. Dentro de la nutrida colección heterodoxos.
- “Crónica japonesa”, ed. La Línea del Horizonte, 2016. En papel y en formato digital. También hay una edición, difícil de encontrar, en catalán, del año 2006, en Brau Edicions.
Ya en francés:
- “Le Dehors et le Dedans”, Zoé, 1982
- “Journal d’Aran et d’autres lieux”, Payot, 1990
- “Routes et déroutes”, Métropolis, 1992
- “Le Hibou et la Baleine”, Zoé, 1993
- “Histoire d’une image”, Zoé, 2001
- “Ouvres complètes”, Quarto Gallimard, 2004
- Correspondance, 1945-1964, Ginebra, Zoé, 2010 (las cartas con Thierry Vernet)
También se cuenta con el documental “Nomad’s Land” que hizo Gaël Métroz al seguir los pasos de Nicolas Bouvier en su mítico viaje.
De Youtube saqué secuencias de algunas entrevistas, tanto a Nicolas Bouvier como a su mujer, Eliane, que mi buena amiga Laia me ayudó a traducir.