Escena 1: Exterior. Noche entrada de motel
Autopista entre Los Ángeles y Las Vegas. Las farolas iluminan tenuemente y a lo lejos se ven los carteles brillantes de un motel de carretera. Nos acercamos a un pequeño pueblo.
Llegamos de noche buscando alojamiento. Encontramos un único motel.
Un cartel gigante de luces de neón nos da la bienvenida y buscamos en la oscuridad la oficina donde preguntar el precio (como si tuviéramos otra opción, el siguiente pueblo queda a 70 km). El conserje: Cómo no, un señor de edad incalculable, con un fuerte acento de lo más profundo de Estados Unidos, mal carácter y olor a formol. Mucho olor a formol.
Después de pagar, estacionamos el coche frente a nuestra habitación y respiramos el silencio tenso de la noche. Oímos ruidos raros, vemos gente moverse de un lado a otro. Hay alguien buscando entre la basura.
Al lado del hotel está el único bar de la zona, entramos y pedimos una cerveza Corona.
Sentimos que no somos bienvenidos, dos camareras rubias y corpulentas sirven cervezas y copas a chicos de unos 20 años alistados en el ejército. Todos rubios, ojos azules y con camisetas que gritan lo orgullosos que están de pertenecer a esta gran nación.
Chico rubio borracho, gritando hacia la camarera mientras cae al suelo por el desmayo etílico: “Hagamos América grande otra vez”.
Camarera del bar, intentando ayudar al chico a levantarse: “De acuerdo, pero primero vamos a levantarte del suelo”.
Fin de escena: fundido a negro
Si esta escena hubiera ocurrido en cualquier otro sitio del mundo hubiéramos huido despavoridos de ese bar en el que la tensión de nuestra llegada se respiraba en el aire. Si hubiéramos estado en un pueblo perdido de Sudamérica me hubiera sentido amenazada por la oscuridad y la notoria suma de malas señales. Pero estábamos en California y allí nada malo te puede pasar. Al menos nada de lo que después no se pueda hacer una película como ésta.
Estaba tan feliz de estar sentada en aquel bar. Intentaba parpadear lo menos posible para no perderme detalles, las conversaciones, los atuendos de la gente. Ese olor a carne a la parrilla. Tenía la impresión de que en cualquier momento Clint Eastwood o Tom Cruise se iban a aparecer para recitar cualquier diálogo de película.
Este verano yo estuve en California, pero probablemente tú también has estado en California. Allí donde la Costa Oeste de Estados Unidos explota junto a los acantilados no es solo un sitio físico, es también una idea en la que se mezclan nuestros recuerdos, una cultura en la cual no vivimos. California es la imagen de un chico surfero con el cabello amarillo, son los capítulos de Baywatch y de la serie menos vista pero con la misma proporción de piel al descubierto, Pacific Blue, es la policía en bicicleta y en pantalones cortos.
Cuando pisé por primera vez Los Ángeles me quedé estupefacta admirando la forma en la que la meca del cine puede convertir la desigualdad en vanguardia, en cómo una calle desangelada y sin ningún misterio es una de las más visitadas del mundo porque en esa calle, en Hollywood Boulevard, están todos los nombres de nuestro imaginario, todos los personajes que alguna vez fuimos gracias al cine.
También sentí en la densidad del aire todas y cada una de las maneras en que la gente de San Francisco ha cambiado el mundo. Un barrio entero, El Barrio De Castro, como homenaje a la lucha contra la discriminación homosexual (la capacidad de convertir la lucha en arte con el homenaje a Harvey Milk). Perseguimos a pequeños Wookiees imaginarios en los bosques de secuoyas del norte y una vez que llegas allí tu cerebro no deja de traer más y más imágenes de tu imaginario cultural: parques donde puedes tomar cerveza de mantequilla y jugar “quidditch”; costas con palmeras y sombras que te recuerdan a The O.C. La imposibilidad de no utilizar el cine como compañero de viaje. Todo esto se encuentra aquí. Te sientes como el protagonista de tu propia película, la manera en la que el viento agita tus cabellos en el atardecer es más épica aquí que en cualquier otro sitio.
Una última prueba de que California no existe: los personajes que te encuentras en la carretera. No pueden ser reales, tienen que ser extras que alguien en algún sitio contrata para que todo sea más interesante. Gente con carteles de no a la guerra y barbas canosas, guardabosques con uniformes impolutos y sonrisas blancas y perfectas. Esta gente no puede ser real.
Un verano en California fue como vivir mil vidas, porqué da la sensación de que el espacio y el tiempo se despliegan para formar otra dimensión en la que se encuentran todas las referencias de que alguna vez hemos estado aquí. Sí, California no existe.
Por: Oriana Vázquez, escritora y viajera.