Estaba lista para viajar a Venecia y llegué cerca de las cuatro y media de la tarde, cuando comenzaba a anochecer. Poco a poco, el número de personas en la calle iba menguando, como si de un toque de queda se tratase. Noté el frío en mi cuerpo a pesar de estar embutida en abrigo, gorro, bufanda y guantes. Dejando vía libre a mis pies, me alejé del Gran Canal, y las calles venecianas me invitaron a una de las mejores experiencias que un viajero puede vivir: perderse. Claro que perderse está bien cuando tienes un plano para saber volver. Y yo no lo tenía.
De Venecia se ha dicho siempre que es un “laberinto”. Puede sonar a tópico; pero el que visita la capital del Véneto por primera vez se da cuenta de que no hay mejor palabra que defina esta ciudad construida sobre pequeñas islas unidas por cientos de puentes. Tras haber estado en Roma y Florencia, Venecia me descolocó. Había planeado mi viaje a Italia en invierno para hacer varias visitas en Venecia* sin preocuparme del calor sofocante, las interminables colas y los mogollones de turistas. En mis dos primeras paradas no me había ido del todo mal. Por ejemplo, me pareció un sueño contemplar la Capilla Sixtina sin sentir la presión de haber agotado el tiempo y tener que salir para dejar hueco a otras personas. También pude subir sin que nadie me pisara los talones los casi quinientos escalones del Duomo de Florencia y obtener las magníficas vistas desde el mirador de la Cúpula de Brunelleschi todo el tiempo que quise. Pero en Venecia, anochecía más temprano en invierno, el frío me pareció más helador, echaba en falta la presencia de personas a ciertas horas y, sobre todo, un plano. De esto último me di cuenta cuando ya estaba perdida.
Cuando visitas las calles más populares de Venecia, piensas que desplazarse por la ciudad no es complicado porque al no existir tráfico rodado sólo tienes que ir de vaporetto en vaporetto, y encuentras fácilmente lo que estabas buscando. Conocí el Puente Rialto, el Palacio Ducal, el Palacio Ca’ d’Oro o la Plaza de San Marcos con su bello Campanile de ladrillo. Experimenté la llamada acqua alta (marea alta) y tuve que entrar en la basílica de San Marcos caminando sobre unas tablas de madera elevadas. También me acerqué a Santa María de la Salute y a San Giorgio Maggiore, donde se pueden ver cuadros de Tiziano y Tintoretto. Visité la isla de Murano, mundialmente conocida por su cristal, y la isla de Burano, con sus casas de colores y su inclinado campanario. En Venecia, los campaniles suelen estar torcidos por la inestabilidad de los cimientos sobre la laguna. En en el que esto es más evidente es el de la iglesia de San Martín de Burano. Me entregué al corazón de Venecia. Pero cuando me alejé del Gran Canal y de la zona más conocida, comenzó la verdadera aventura.
Solo sé que estoy en Venecia
Había empezado a caminar en dirección oeste, hacia el barrio de Dorsoduro; pero una vez que dejé las referencias conocidas, deambulé sin saber muy bien hacia dónde me dirigía. Pasé por tiendas de souvenirs donde adquirir las tradicionales máscaras del carnaval veneciano, boutiques de moda, restaurantes y los típicos locales que venden pizza en porciones. La oscuridad invitaba a los visitantes a refugiarse en algún establecimiento y a los lugareños, a regresar a casa. Yo seguía de un lado para otro y maldije no haber previsto llevar conmigo un plano. Quizá había subestimado la complejidad de la ciudad o, simplemente, era que había seguido la inercia de Roma y Florencia, donde aun disponiendo de ellos en los hostales, no habían sido indispensables. Lo cierto es que en Venecia no los había visto en el hostal ni en las tiendas que había visitado, y se me ocurrió pensar que aquí los planos debían ser un bien cotizado y no iban a regalárselos a cualquiera.
Me fui adentrando en barrios de casas donde los pocos establecimientos comerciales ya habían cerrado. Subí y bajé puentes, caminé junto a pequeños canales. Apenas había un alma a mi alrededor. De vez en cuando, veía pasar a alguien con rumbo fijo. El silencio me llevó a reflexionar sobre el día a día de los venecianos. ¿Cómo es vivir rodeado de agua? Algunos disponen de barcas, observé. Otros dejarán el coche en Piazzale Roma y se moverán en vaporetto, pensé. Hasta se me ocurrió reflexionar sobre la gente que sale de fiesta por la noche. Los que se emborrachan deben de tener cuidado al volver a casa. Más de uno se había caído al agua en esas circunstancias, recordé. De repente, una música me sacó de mis pensamientos, y me acerqué al puente más cercano. Me apoyé sobre la baranda y escuché la inconfundible voz de un gondolero que amenizaba el paseo a una pareja de enamorados. O eso me imaginé, porque apenas podía distinguir las siluetas.
Precisamente, la escasez de iluminación fue un aspecto que me sorprendió de Venecia. Si el Gran Canal y las zonas turísticas están bien iluminados, aunque no sé cómo hubiera sido la visión de la Plaza de San Marcos de no haber sido por las luces de Navidad de sus soportales, por donde yo caminaba, sólo había farolas de vez en cuando y muchos tramos oscuros. En este sentido, cuando me encontraba con un cruce de caminos, después de escrutar ambos lados, me decantaba por la calle más luminosa y amplia. Aun así, la mayoría eran callejuelas angostas y nunca sabía qué me encontraría al llegar al final. Algunos recodos eran muy bruscos, y temía darme de bruces con alguien, o bien, llevarme un buen susto. Cómo deseé encaramarme a algún sitio elevado para saber dónde me encontraba. Ni siquiera el Campanile de la Plaza de San Marcos servía de guía al transeúnte ajeno, porque, cómo no, carecía de iluminación.
Al desembocar en una placita, que toman el nombre de “campo” (“campielli” en italiano) ya que la única plaza propiamente dicha de Venecia es la de San Marcos, constituía un respiro después de transitar entramados de calles que parecían no tener final. Pero, después de pasar por varias de ellas, me dio la sensación de pasar siempre por el mismo sitio. Y es que los campos, llamados así porque antiguamente los venecianos usaban estos espacios para cultivar, tienen unas estructuras y características similares, rodeados de edificios y con el sempiterno pozo cerrado en el centro o a un lado.
Otro asunto bastante curioso de Venecia son sus letreros. Al principio crees que, a falta de plano, cuentas con una buena indicación para orientarte. ¡Error! En una ciudad donde puedes cambiar de sentido sin querer en cualquier momento, sus rudimentarios carteles no sirven de mucho. “San Marcos”, “Puente Rialto” o “Puente de la Academia” rezan algunos de ellos. ¿Pero cuánto se tarda? ¿Cómo me oriento después de esa primera flecha? Acabé dándolo por imposible. Y, después de deambular, logré dar por fin con el Gran Canal. Había subido hasta el Puente de la Constitución; sí, el conflictivo puente del arquitecto español Santiago Calatrava que tantos resbalones y caídas había ocasionado. Lo atravesé con cuidado y cogí el primer vaporetto con destino San Marcos. No me importó que fuera el que hacía mayor recorrido. En el trayecto pensé en mi paseo. Perderse no está tan mal en Venecia, descubres otra de las caras de la ciudad, aunque me prometí volver con más tiempo, en otra época del año y, por supuesto, con un plano. ¡Arrivederci, Venezia!
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