La mayor parte de las fotografías de mi viaje a Perú se fueron con un antiguo amor. Conservo en mi memoria casi todas las imágenes y sensaciones de aquel viaje por Buenos Aires, Bolivia y Perú, unos recuerdos que cobraron más vida en mi mente que cualquier foto almacenada en un disco duro. Esta pérdida, aunque dolorosa, me hizo valorar más los recuerdos vivos que las imágenes congeladas. Pero, como aquel amor, fue precisamente ese disco externo el que falló. Aferrándome a esos recuerdos, vi ese viaje como una gran aventura llena de experiencias. Al regresar, guardé mis botas en el armario, donde cada marca y arruga en ellas contaba su propia historia.
Transitando de los recuerdos a las páginas de mi diario, mi diario volvió convertido en un collage de rutas, horarios, sensaciones, emociones, recibos, boletos y entradas, atesorando todo lo que surgió en el camino, formando un mosaico de mi travesía. A pesar de sentirme inicialmente ajena a Perú, poco a poco comencé a familiarizarme como si visitara a primos lejanos. Cada calle, cada aroma, cada conversación me conectó más profundamente, un lazo invisible que me unía a la tierra y su gente. La comida callejera, el tráfico y el smog de la capital, el legado español, la diversidad de la población, incluso la desigualdad social y la cultura inca me sumergieron aún más en una reflexión sobre mi propio legado cultural y raíces mexicanas.
El cebiche en Perú que cautivó mi paladar
Recuerdo caminar por las calles de Cusco, atraída por un cartel que decía «cebiche», con «b». Mi ceviche es con «v». Entré, pedí y esperé, con la mente llena de curiosidad y expectativas, preguntándome si sería similar al que conocía.
El cebiche llegó, capturando toda mi atención. Observé los detalles, los colores, las texturas, y cada bocado resultó ser una exploración de lo nuevo y lo familiar. Me fascinaron las diferencias: granos de maíz enormes, camote, lechuga, pescado en trozos, cebolla en juliana… Era cebiche, pero no el mío.
Este plato era más que comida; era un pedazo de la cultura peruana en mi plato. Me contaron que el ceviche tiene una historia que se pierde en el tiempo, mezclando lo indígena con lo que trajeron los españoles. Antes, parece que se usaba tumbo, una fruta local, para macerar el pescado fresco. Luego llegaron los españoles y añadieron la cebolla y el limón, ingredientes que ahora no faltan en un buen cebiche.
En Perú, cada lugar tiene su propia manera de hacer cebiche, como pasa en México con los tacos, cada región le pone su sello. En el norte, me dijeron que es más picante y lo acompañan con choclo y yuca. En Lima, el cebiche lleva pescado blanco, limón, cebolla roja, ají, cilantro, y normalmente lo sirven con camote y choclo. Me encantó descubrir que cada versión de cebiche es como una ventana a las diferentes caras del país.
Sentí una conexión especial no solo con el plato en sí, sino con el país y su historia. Me maravillé pensando en cómo algo tan sencillo como el maíz podía contar historias de culturas y tiempos antiguos. Los granos de maíz en el cebiche no eran simples ingredientes; eran símbolos de un legado agrícola milenario, exclusivos de la región.
El maíz gigante de Perú
Iba en el tren con destino a Aguas Calientes, cuando vi a una mujer indígena ofreciendo mazorcas enteras. Sin limón, sal, chile ni mantequilla, eran elotes, pero distintos a los míos. Eran elotes en su forma más pura, un sabor auténtico de Perú que tenía que experimentar. Pensé que si no probaba elotes así en Perú, ¿dónde más lo haría? No había visto elotes con granos tan grandes. ¡Y tan sabrosos!
En el Valle Sagrado de los Incas, encontré el origen de estas mazorcas. El maíz blanco gigante, ‘Paraqay sara’, es un producto de esta tierra mágica. Estos granos gigantes, redondos y blancos, no se encuentran en ninguna otra parte del mundo. Hice bien en hacerle caso a mi instinto y comprarle un elote a aquella mujer.
Con cada descubrimiento en Perú, me sentía más conectada a mis raíces, como si estuviera entre familia: ¿Primos o hermanos? A lo largo de mi viaje, las similitudes entre la cultura peruana y la mexicana me envolvieron en una sensación de familiaridad. Desde las tradiciones culinarias hasta la rica historia indígena, cada descubrimiento era un espejo reflejando mi propia herencia mexicana. En Perú, descubrí, al igual que en México, que la comida no solo nutre el cuerpo, sino que alimenta el alma y cuenta la historia de su gente.
El frío en Puno me recordó al de Chiapas. Guardo en mi armario recuerdos de aquel frío: guantes, un gorro y calentadores de Puno, tesoros de lana que me acompañaron en otro viaje a Chiapas.
En Lima, la ciudad me pareció gris, con un ritmo acelerado y una atmósfera similar a la Ciudad de México. Aunque no guardo buenos recuerdos de Lima, ni de aquel amor que se fue, el fin de esa relación me llevó a una liberación inesperada.
Perder las fotos me ayudó a olvidar ese amor. Quizás viajar sin teléfonos ni cámaras, y confiando solo en la memoria del corazón, sea la forma más pura de experimentar el mundo. Mis botas, el cebiche, el maíz y el collage de mi diario son mis verdaderas fotografías, imágenes grabadas en el alma, un viaje de cinco mil kilómetros con sabor a cebiche que siempre llevaré conmigo.
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