La primera visión de una ciudad: luces de neón inagotables extendiéndose hasta el horizonte. Desde el río Hudson, dos hermanos —Adolfas y Jonas Mekas— las observan y deciden que el viaje forzoso que les ha llevado a través de Europa y el Atlántico hasta Nueva York, termina aquí. La ciudad ya se ha convertido en patria adoptiva de cien mil y un desplazados europeos antes que ellos. Todos han huido del hambre, de las sobras herrumbrosas de la guerra, del racionamiento, las barracas, la bebida y la desesperanza. Es el año 1949 y América es el continente de los sueños. En el buque metálico que les ha llevado hasta allí, Jonas Mekas escribe en su diario sobre la potencia y la furia del océano y sobre el ser humano que es, ante el agua palpitante, minúsculo como la nada.
Algunos años después de su llegada a Nueva York, Jonas Mekas se convertirá en uno de los mayores exponentes del cine experimental norteamericano. Pero esto él todavía no lo sabe. Su diario, Ningún lugar a donde ir, posee la tensión de quien escribe sin conocer el desenlace. Lo que Mekas vivió, sus experiencias, sus escritos, sus películas, son para nosotros ya un hecho; para él, en cambio, el viaje de exilio que le llevó hasta el “sueño americano” era un misterio al que se enfrentaba cada día y del que dejaba registro para un posible lector futuro:
“Invito a leer todo esto como fragmentos de la vida de alguien. O como una carta de un extranjero que siente nostalgia. O como una novela, ficción pura. Sí, invito a leer esto como una ficción. El tema, la trama que anuda estas piezas, es mi vida, mi desarrollo. ¿El villano? El villano es el siglo veinte.”
Cuando Jonas Mekas abandona Lituania tiene veintidós años y en su país ya ha cosechado cierta fama escribiendo en prensa. Sin embargo, para Mekas, en esta primera etapa de su viaje involuntario, Europa, la guerra, e incluso su propia vida, son solo espejismos: “Yo no estoy apto física ni mentalmente para este tipo de vida. Yo soy un poeta”. Es la primera anotación del diario de exilio que comenzó como prisionero.
Durante estos meses de reclusión germina en Mekas la idea de que su verdadera patria es la escritura, el arte, la poesía. Con el fin de la guerra —que viven sin alboroto desde Dinamarca— el ansia de leer y saber vuelven y el viaje se sustenta en la búsqueda de los libros de Bernard Shaw, Rilke, Thoreau o Stanislavski por Hamburgo y Mainz, mientras pierden la ilusión en una universidad que no puede enseñarles a escribir, llevando consigo quizá un pedazo de pan hecho con harina y aserrín en el bolsillo: “Ahora, cuando recibimos nuestra ración de alimento lo comemos todo, sin dejar nada para el día siguiente. Como los pájaros. Y después leemos nuestros libros. Vamos en busca de alimento espiritual…” Los dos hermanos Mekas (Jonas y Adolfas) no poseen nada. Cuando se marchan de Europa los empleados de la aduana les dedican un gesto de desesperanza: llevan consigo nueve cajas de libros y solo una de ropa. Están delgados como cadáveres.
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Hay una ciudad por cada persona que la vive y la recrea en el arte. La Nueva York que Jonas Mekas nos narra no es la que hoy conocemos —mercados financieros, burbujas económicas, pantallas de ingente luz— sino una ciudad donde anida la nostalgia —nieve sucia frente al recuerdo límpido de la nieve pura de la infancia— y donde Mekas irá construyendo de a poco los lazos de una nueva comunidad tan lejos de esa “única mujer” a la que él extraña, que es Lituania. “¿Soy un gitano, un ciudadano del mundo, un desplazado eterno?” Algunas preguntas son inevitables. También ésta: ¿hallará el poeta una tierra donde enraizarse, una tierra donde pertenecer? Su miedo a no tener ningún lugar a donde ir, a donde regresar, está siempre presente.
Parece que para poseer una tierra, después de haber perdido una patria, necesita mirar la ciudad con el ojo clínico de quien observa minuciosamente la yema de una flor a punto de abrirse. Así es como Mekas transcribe cada conversación o como describe Orchard Street, calle de comercios, vacía y desolada, durante las fiestas judías. Como quien pinta una sola pincelada sobre un lienzo, Mekas se asoma a la ventana y anuncia la llegada de un camión, el baile de los niños puertorriqueños, las primeras lluvias, a veces las sirenas fantasmales de los ataques aéreos en el silencio de la noche, o las voces de un vagabundo diciéndole a otro en la madrugada: “este tampoco es un lugar para mí”.
Entre los lituanos gordos, “aspirantes a empresarios” que arrastraron consigo desde Europa todos los muebles viejos, las maletas, la ropa hecha jirones y que al llegar a Nueva York se impregnaron del olor del acero y olvidaron sus acentos, Mekas no encuentra su lugar. Ningún lugar adonde ir es también la metáfora de la soledad entre los suyos: primero ha perdido una patria; después, pierde ese lazo que lo une a quienes una vez hablaron su idioma. Pero él ya sabe que hay algo que le diferencia de ellos: “¡No, no vinimos a Occidente en busca de una vida mejor! Tampoco vinimos en busca de aventura. Elegimos Occidente, América, por un mero instinto de supervivencia, una supervivencia física y brutal.”
¿Qué significa el viaje cuando se viaja por obligación, escapando de la violencia y el hambre, cuando se viaja sin papeles (pasaportes ni dinero), cuando se viaja sabiendo que no existe retorno? Nosotros como viajeros, respondamos: ¿qué significa viajar sin elección, perder la patria, perder el nombre —John, nunca más Jonas—, perder los recuerdos? En nuestro mundo contemporáneo el viaje de Mekas no es tan anacrónico como parece. Los conflictos han cambiado de lugar en los mapas, pero la desesperanza y la pérdida siguen estando presentes. La pregunta es: ¿habrá alguien también en nuestro siglo que, como Mekas, se encargue de dejar constancia del desplazamiento y el exilio en primera persona?
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El viaje de Mekas a Norteamérica no fue el viaje del sueño americano. Él se quedó por las luces en el horizonte y porque Nueva York, a pesar de no ser para él esa ciudad mítica donde enriquecerse y olvidar el pasado que los otros desplazados encontraban, poesía una capacidad innata para crear hombres nuevos, para enraizarse y ser otro. Y también poseía las calles, las aceras cubiertas de nieve y de lluvia, los coches, el tráfico, el ruido, las afueras verdes, Brooklyn y Williamsburg, el metro y una Bolex 16, la primera cámara que hizo del poeta Jonas Mekas un cineasta. Por eso, a pesar de ser la ciudad que difuminó sus recuerdos y le expatrió para siempre, Mekas miraba a los jóvenes americanos y los envidiaba. Ellos ya tenían algo. Un hogar. Una garantía de identidad que nunca podrían arrebatarles. Una ciudad que era suya en un mundo de nadie.
“Cómo deseaba sentir esa calle como la sentían ellos, reconocer cada rincón, a cada comerciante, cada barman, cada cartero, hacer chistes juntos; sentir que pertenecía […] Recuerdo eso ahora, en este enero frío, mientras miro el horizonte de Nueva York, la ciudad que me encerró en mi soledad […] Es la ciudad que construí, parte a parte, recuerdo por recuerdo, calle por calle, con cada rostro, cada paso. Crecimos juntos, la ciudad y yo… Sé que mi Nueva York nunca será como la Nueva York de ninguna otra persona. Que así sea…”