La pandemia y viajar ¿son compatibles?
Han sido meses de normalidad ficticia.
Pusieron en nuestro verbo las frases: semana flexible, semana radical o –mejor aún– semana radical con cerco sanitario. Y nunca entendimos bien de qué iba, más allá de puntos de control en autopistas y avenidas con la intención de cobrar algo por una “seguridad” irreal).
Aquí en Venezuela estamos pasando por los picos más altos de contagios de Covid-19 desde que el encierro comenzó en marzo de 2020.
Y es que desde noviembre del año pasado podíamos viajar una semana sí y otra no. Después de ocho meses confinados, tuvimos el permiso de poder ir al mar o a la montaña, o a donde quisiéramos.
Aunque en ese tiempo hubo excepciones: algunos lograban escaparse, cruzar de un lado a otro con un salvoconducto, con un papeleo fastidioso. No solo por viajar, por ese afán de distraer la mente, sino porque era también necesario volver a casa, ver a la familia, tratar de ajustarse a los pendientes.
Viajar… a tomar un café
En la semana flexible abren los comercios y todo se convierte en un apuro de aprovechar los días y tener ganancias. También de respirar distinto: puedes ir a tomarte un café por ahí, sentarte alrededor de una mesa que es distinta a la de tu casa, ir al parque.
En las semanas radicales, no. Solo abren los comercios de primera necesidad y con horarios restringidos.
A eso hay que sumarle la escasez de gasolina. Horas haciendo fila desde la madrugada para surtir de combustible y volver a casa a estacionar el auto, pero al menos con el tanque lleno.
«Ese panorama es turbio, impreciso, agobiante».
Escribo esto una hora después de estar catorce días en cuarentena y el anuncio de siete días más de encierro. Con la sensación inevitable de que estamos retrocediendo un año, pero llorando a los muertos, ayudando como se pueda, buscando oxígeno donde a veces no hay.
Estamos conscientes –y me gustaría pensar que es la mayoría– de que el virus nos tiene atrapados, que hay que encerrarse en serio y mucho más ante las promesas incumplidas de vacunación y el deteriorado sistema de salud.
Volver a viajar en Pandemia a mi Caribe
Yo, que tengo al Caribe en mi andar, volví a viajar nueve meses después del encierro. Fui a ver el mar y lloré cuando sentí el agua en los pies. Tan simple, tan rotundo. No me hizo falta un salvoconducto, porque me moví de Caracas –mi ciudad– al centro del país en una semana flexible, en la que parecemos creer que el virus no existe, en la que intentamos respirar con más ahínco.
Todo esto me ha vuelto más cauta: dejé de abrazar y me acostumbré; no salgo sin mascarilla ni alcohol y solo me siento cómoda en espacios muy abiertos.
El mar era necesario para tomar aire y seguir combatiendo la ansiedad, los insomnios largos, la incertidumbre de una pandemia de la que creíamos estar saliendo con cierto control y que ahora nos aprisiona y nos hace dar pésames por doquier.
Rutas de salida
La frontera de Colombia con Venezuela está cerrada desde marzo del 2020 y con ella, la posibilidad de moverse con cierta facilidad. Lo que pasaba antes de la pandemia, es que muchos venezolanos cruzaban por tierra a Colombia para tomar vuelos a otras partes, conseguir insumos, seguir.
Fue también en noviembre del año pasado cuando, por fin, se abrieron los aeropuertos internacionales para unas rutas específicas: Turquía, Cancún, La Paz, Santo Domingo, Moscú y Ciudad de Panamá. Son las únicas vías que aún se mantienen, incluso en los días radicales.
«Salir de Venezuela o llegar aquí es una suerte de escalas, de boletos costosos y de pruebas de PCR que piden en la entrada y la salida a cualquier parte, con información que se contradice, con comunicados que no salen a tiempo. Lo pienso y me da cansancio».
No sé cuándo vuelva a subir a un avión, no sé si me siento cómoda con la idea; pienso en el papeleo y me siento absurda queriendo comenzar un viaje del que no estoy segura si disfrutaré al iniciarlo. Ni siquiera tengo ganas de planear alguno.
Hace poco le decía alguien que quizá se me estaba olvidando cómo viajar y no sé si estoy dispuesta a horas de espera en un aeropuerto, a hacer tantas escalas, a pasar horas buscando la vía más rápida o la más económica. Tengo un pasaporte vigente, nuevo y sin un sello. Los precios de los boletos para salir por las únicas rutas disponibles son absurdos, me ponen de mal humor y por eso, casi sin darme cuenta, dejé de trazar mapas y me volví apática a la lejanía.
En cambio, en mi mapa interno, ese que cubre al menos 300 kilómetros, todas las rutas me llevan hacia el mar, como ese bálsamo insistente.
Viajar en semana flexible, así es viajar en pandemia
Hay algunos vuelos nacionales permitidos solo en las semanas flexibles: la isla de Margarita, el Parque Nacional Canaima y Los Roques, importantísimos para nuestro turismo.
Los domingos se han convertido en los días de anuncio oficial sobre la extensión o no de la cuarentena y esperarlos pesa en el ánimo, nos arranca un poco –o mucho- el intento de mantenernos cuerdos.
He visto a amigos tener que cancelar sus viajes apenas la noche antes. No, corrijo: he visto a amigos tener que respirar profundo porque les cancelan sus viajes la noche antes y con ello se posterga la posibilidad de un abrazo, de algún proyecto pendiente, de un intento de desconectar. No estoy segura de querer esa incertidumbre, no otra.
Viajar a la rutina… también es viajar
No pienso más allá del mar o de alguna escapada cercana de montaña, solo para respirar. Viajar es mi verbo más absoluto y lo conjugo en pasado. A fin de cuentas he viajado y me he convencido que me ha hecho bien encontrarme con mi rutina. Elegí el viaje como forma de vida porque me niego a aceptar que mis días sean iguales los unos a los otros.
Y después de un año moviéndome dentro del mismo espacio, tropezándome con mis demonios, he entendido que requiero del movimiento y la distancia para ser más yo, pero que acepto el encierro para equilibrar mis emociones.
He tenido suerte.
En mi familia hemos permanecido con salud, aunque hemos vivido una pérdida inesperada que nos sacó del cauce, la de la Yaya que ahora ya no está. Sobrevivió al encierro, pero no al cansancio de los años, alargados por la incertidumbre del virus.
Seguiré buscando el mar. Leyendo historias de reencuentros y de paisajes porque me reconfortan los días. Seguiré no insistiendo en viajar. Mientras flexible y radical sigan marcando el ritmo de nuestros días, yo opto por refugiarme en otras palabras: quietud y empatía. Esas dos.
Ya tendré tiempo de viajar, otra vez. O de viajar en pandemia.