No sabía que Nepal era tan caótico. Tampoco sabía que la familia que ahora me acoge se ducha todos los días del año con agua fría, ni que con lo que pagamos los voluntarios viven diez personas. Llegué a Nepal con fantasías de paisajes místicos y habitantes de misteriosa espiritualidad, pero Katmandú y su caos me masticaron en sus fauces de monstruo y me arrojaron a la realidad del país. Para librarme de esa tortura he viajado 22 horas en autobús hasta la otra punta del país, a un pueblo llamado Phikkal, muy cerca de Darjeeling, en la India.
Paso varios días en la casa de Deepak, que tiene una plantación de té orgánico y cuya familia vive, en gran medida, de los voluntarios que acuden a recoger té. Los voluntarios llegamos de Europa, Norteamérica y Australia, y pagamos cinco dólares por cada día en su casa. Hace cuatro años que Deepak usa la plataforma Workaway para recibir extranjeros que le ayudan con la empresa familiar. Su hijo Sam, de doce años, está acostumbrado a hablar con gringos sobre Trump, ajedrez o sobre la situación actual del país.
24 horas de voluntariado en una plantación de té en Nepal
A las 7:00 h. El primer té del día, al que seguirán muchísimos más.
Bienvenidos al microcosmos del voluntariado, ese pequeño mundo en el que debes convivir con gente desconocida y realizar tareas extrañas que probablemente no volverás a hacer en la vida. Con 31 años, soy la mayor del grupo. Comparto la habitación con una australiana de 20 años, fanática de Murakami, del yoga y de los viajes. Es una sabelotodo y procuro evitarla. Las voluntarias más jóvenes son dos alemanas de 18 años, y luego, aparte, está un noruego, una pareja de veinteañeros americanos y una pareja francesa que pretende viajar durante un año por Asia.
A las siete de la mañana acudimos a la cocina, que es una pequeña construcción de madera apartada de la casa principal. Kausila, la mujer de Deepak, nos sirve el primer té negro del día. A veces me distraigo haciéndole preguntas.
De 7:30 h a 10:00 h. Recoger té, mientras cuchicheamos sobre nuestro anfitrión.
Cojo una cesta y desciendo con cuidado a la plantación. No me apetece demasiado pasarme dos horas y media en absoluto silencio, pero tampoco quiero pegarme a los otros voluntarios, así que escojo una hilera de arbustos no muy lejos de los franceses, que me caen bien.
Algunas de las hileras de té llevan ahí veinte años. Las más antiguas hace el doble de tiempo. Las hojas del té todavía están mojadas de rocío. Hay que empezar temprano o el sol hará que brillen en exceso y no podamos distinguir las hojas buenas de las que no. Oigo insectos a mi alrededor, y de vez en cuando, el canto de un gallo. Frente a mí: montañas y montañas soleadas, cubiertas con arbustos de té y casitas desperdigadas. No hace falta decir que es precioso.
Deepak ya nos ha informado que solo debemos recoger las hojas más pequeñas porque tienen mejor sabor. Las hojas grandes son más oscuras y no tienen la consistencia jugosa de las pequeñas. Por la noche, cuando cerremos los ojos para intentar dormir veremos: hojas y más hojas de té, persiguiéndonos.
Comienzo a hablar con los franceses. Los tres nos preguntamos qué es lo que hace Deepak con los cinco dólares que pagamos cada uno al día. A ellos les pidió que pagaran por adelantado porque su sobrina tenía que ir a Katmandú y necesitaba el dinero. De hecho, los franceses no viven ni comen con nosotros, sino con el hermano de Deepak y su mujer, que no hablan inglés. Nos parece un poco raro. “Deepak nos dijo el otro día que venden el 50% del té a los voluntarios, y el otro 50% a las fábricas de los alrededores”, me dicen.
No suena como un mal negocio, la verdad. Los voluntarios somos mano de obra, les proveemos de una especie de sueldo y además somos sus clientes. Probablemente, en ese momento no somos capaces de comprender que Nepal es un país mucho más pobre de lo que habíamos imaginado, y que vivir de los extranjeros que vienen a ayudar es una manera de sobrevivir tan válida como muchas otras.
De 10:00 h a 11:00 h. Desayunamos dal bhat.
Estoy hambrienta. Ya no encuentro más hojitas tiernas y estoy deseando desayunar de una vez. Por fin oímos a Deepak gritar “¡Breakfast!”, y acudimos todos a la cocina de nuevo.
Kausila nos sirve un plato que voy a acabar aborreciendo: dal bhat. Consiste en arroz blanco acompañado de verduras y de una especie de sopa hecha normalmente a base de jengibre o lentejas. Aunque siempre comemos lo mismo, nos abalanzamos sobre la comida porque estamos muertos de hambre.
Mientras los voluntarios comemos en la mesa, Deepak, Kausila y los padres de él desayunan sobre unos bancos junto al fuego. “Se come mejor cerca del suelo. Es bueno para la digestión”, diría Kausila a los franceses en nuestro último día allí. Entonces me doy cuenta: en Nepal, en Malasia, en China, en Japón, en todos estos países, he visto siempre a la gente cerca del suelo, en cuclillas o sentados en un tatami. Tal vez tengan razón, y las sillas sean malas para la salud.
De 11:00 h a 12:00 h. Me ducho con agua fría en el cobertizo.
Ahora viene ese extraño limbo entre el desayuno y la comida durante el cual no hay nada que hacer en particular. Yo aprovecho para lavar la ropa en el jardín, en una pequeña fuente, y para ducharme con agua fría en el cobertizo junto a las cabras. Al lado de la ducha hay un inodoro de esos que son un agujero en el suelo. Para “tirar de la cadena” debemos utilizar un cubo con agua.
La australiana se tumba en la hierba a planificar su viaje a la India. Creo que está un poco loca, pero a la vez admiro su valentía y su madurez. En comparación con ella, a su edad yo estaba en pañales.
De 12:00 h a 16:00 h. Nos presentamos en una fábrica de té sin avisar.
Hemos decidido visitar una de las fábricas de té del pueblo. “Prácticamente todas las familias aquí viven del té. Cuando nosotros empezamos a recibir voluntarios para ayudarnos, a los vecinos les pareció muy interesante. Luego, con el paso del tiempo, empezó a hacerles menos gracia. Nadie tiene empleados en las plantaciones. Lo que hace la gente es ayudar cada vez a una familia a recolectar el té”, me dice Kausila.
Voy a la fábrica con las alemanas, la pareja de franceses y la australiana. Nos presentamos allí como si llamar a la puerta de una fábrica y pedir que te la enseñen fuera lo más normal del mundo -un poco como en «Charlie y la fábrica de chocolate», pero sin el ticket dorado-. Por suerte, nos reciben con amabilidad y uno de los responsables nos hace un improvisado recorrido por las diferentes salas. Vemos máquinas de origen británico que funcionan con carbón, y montañas de té de peor calidad que el que nosotros recogemos para Deepak. Aquí, al parecer, sí quieren las hojas más grandes.
El responsable nos lleva a su oficina -donde, como me señala la francesa, no hay ordenador-, y nos saca muestras de los distintos tipos de té que producen. Lo que los diferencia es su calidad, y el peor tipo es el conocido como “dust” o “polvo”. Es precisamente el té que va a parar a las bolsitas que compramos en los supermercados.
Los seis volvemos a la casa y tomamos un plato de arroz inflado con ensalada de tomate. Lavo mi plato y mis cubiertos y miro por la ventana abierta, que no tiene cristales. El jardín es frondoso y salvaje, y su belleza primitiva me calma.
De 16:00 h a 17:00 h. Mi ritual favorito: “amasar” el té.
A las cuatro, todos los voluntarios nos sentamos en el jardín, alrededor de una esterilla sobre la que se ha estado secando el té recogido por la mañana. Cada uno se ocupa de un montoncito y comienza a amasarlo contra la esterilla, como si estuviéramos preparando masa para hacer pan. Cuando las hojas se encuentran totalmente arrugadas y empezamos a notar algo ligeramente pegajoso en las manos, significa que está listo, y lo apartamos del resto. El té que hemos amasado se queda en la esterilla, y finalmente lo colocaremos sobre el tejado de la casa para que se seque al día siguiente.
Los primeros días conviviendo con desconocidos nunca consigo bajar la guardia del todo y relajarme por completo. Por eso este es el trabajo que más me gusta desempeñar aquí. Mientras amasamos el té siempre hay alguien que hace alguna broma o se inventa un juego con el que pasar el rato. Sentados los unos frente a los otros nos escuchamos, charlamos y reímos, sintiendo por primera vez en todo el día que algo nos une y que no somos unos extraños.
De 17:00 h a 19:00 h. Preparamos la cena y reflexionamos sobre Nepal.
“No sé qué me pasa con Nepal. Todo me parece igual. No consigo conectar con la gente local. No paro de pensar en mi viaje a la India, estoy deseando irme”, dice la australiana. “Para nosotros es la primera vez que tenemos ganas de dejar un país a lo largo de nuestro viaje. Nuestro próximo destino es Tailandia”, dice la francesa.
¿Qué nos pasa con Nepal? Los paisajes son bellos, pero no parecen afectarnos lo más mínimo. ¿Será la gente, que cada vez que vamos al pueblo nos mira como si fuéramos extraterrestres? Por otra parte, Deepak y su familia no pueden ser más amables, abiertos y educados, aunque descubro que Kausila tiene ciertas reservas hacia algunas nacionalidades.
“No aceptamos voluntarios indios”, me dice. “Los voluntarios chinos… Una vez tuvimos una china que no quería estar con los demás. Solo quería estar sola en su cuarto, eso aquí no puede ser”. Estamos en la cocina preparando la cena cuando entra Deepak y empieza a cantar una canción de boda nepalí. Los americanos le hacen alguna broma, y todos nos sentimos de buen humor. A las seis y media se apagan las pocas bombillas que hay, y comienza el apagón diario, que termina una hora después. Deepak enciende una lámpara que, imagino, funciona con pilas o luz solar.
De 19:00 h a 20:30 h. Cenamos a las siete.
De nuevo, voluntarios y nepalís comen en zonas diferentes de la cocina. Después de cenar y fregar los platos volvemos a la mesa y hablamos sobre novelas mientras bebemos té. Aquí no hay wifi, ni televisión, ni radio, ni electrodomésticos. Solo nos tenemos los unos a los otros y a nuestros libros, en los que nos refugiamos a menudo en el tiempo libre.
A las ocho y media, o nueve como muy tarde, ya estamos todos en nuestras habitaciones. La verdad es que este es un voluntariado muy tranquilo. Me lavo los dientes en la fuente del jardín, bajo las estrellas. Me pongo varias capas de ropa y me meto en mi cama -más dura que una roca- a leer, a pesar de que la única bombilla de la habitación no ilumina demasiado. Gracias a las finas paredes puedo oír desde mi habitación a las alemanas hablando animadamente.
Tras varios días recogiendo té hoja a hoja, amasándolo y bebiéndolo continuamente, mi manera de ver estas hojitas de apariencia ordinaria ha cambiado. Pienso en las bolsitas de té que he consumido en tantas ocasiones, y me dan asco. Aunque en otros voluntariados he recolectado verduras de cosecha propia que luego hemos cocinado y comido, nunca he sentido la misma conexión con esos alimentos que ahora con el té. Esta bebida tiene una cualidad particular: al beberla, su calor hace que centres toda tu energía en el momento presente. El ahora se convierte en algo simple, y el té no solo te llena sino que te refugia. Nunca veré el té de la misma forma.