Somos sentimientos. Somos recuerdos, experiencias. Somos dolores de barriga por reír a carcajadas. También somos ir, volver, regresar. Aunque a mí esto me confunde, apenas si digiero subirme a un avión y atravesar un océano -despegar en un continente y aterrizar en otro- como para entender el arraigo, las raíces, tus orígenes y todo aquello que te define. Incluído el ir, volver y regresar. Otro horario con nueve horas de diferencia y otro clima. Somos también confusión. Y un día me di cuenta que en Baja California olvidé dónde vivía. Porque también somos tontos.
Llegué tarde a Los Ángeles, era viernes. Llegué tarde a Tijuana, era domingo, y parecía la hora de salir despavoridos del trabajo para hacer lo que tenían que hacer con prisa, como viernes. Todos tienen prisa: el semáforo se pone en verde y lo siguiente es escuchar el claxon del coche de atrás que tiene prisa. Toma tiempo llegar, pierdes tiempo, lo ganas. Llegué tarde con mis primos, y llegué a un reencuentro 17 años después; pero para eso creo que nunca se llega tarde.
Llegué.
Y me fui.
En un parpadeo, pasé de estar dentro de una tienda de campaña debajo de un árbol en algún rancho de Tecate, a vernos como tres adultos viviendo juntos en una situación circunstancial y recorriendo nuestra ciudad en otros tiempos. Regresó toda esa intimidad familiar de cuando éramos niños. ¿Me pasas la toalla? También lo hicieron las mismas bromas, que al decirlas y escucharlas, recordaba que eran las mismas bromas. Verlos fue verme y sentir la infancia en el mismo parpadeo.
Me preocupa perderme en el camino del adaptarme. Es una constante; pero fue cambiar a hora Pacífico y abrir la maleta para que todo aquello que estaba guardado, como la ropa de invierno debajo de la cama durante el verano, saliera. La Ciudad de México me había enseñado a usar las calles y los números para ubicarse a base de direcciones, pero también salieron de la maleta las tiendas Oxxo y las taquerías como referencias. Un día me vi con una cuchara en la mano agregándole salsa al taco de aguacate. De pronto, se me olvidaron las inseguridades. Se me olvidaron los miedos.
Fui a secas.
Viajar por las ciudades de Baja California, me hizo recordar(me). Las escenas han estado ahí siempre; pero en ese ir, venir y regresar, las había olvidado. Llegué y la maleta reventó como si hubiera estado resistiendo la presión. Mexicali, Rosarito, Ensenada, Tecate y Tijuana. Las costumbres y los recuerdos salieron como mariposas despavoridas hacia la luz, me rodearon, me emocionaron, me hicieron reír, soltar algún grito, y sobre todo, me estremecieron.
Algunas costumbres se han mezclado en Barcelona. Otras son incompatibles. Pero hay otras que están ahí de forma sutil, tímidas porque solo en los momentos de confianza e intimidad, salen a la luz. Y lo hicieron como piezas de rompecabezas que fueron mostrándome poco a poco de qué estoy hecha, recordando que esas costumbres solo tienen un lugar y un momento: estar en casa.
Llegué a Baja California y se me olvidó dónde vivía, o que ya no vivía ahí. Me recordó que no estar en la cotidianidad me ha dejado verla, verme. Fue subirse al coche de mis padres y saber dónde están todos los botones, y que todo sigue en el mismo sitio, incluso el billete escondido para una emergencia, monedas para alguna propina y hasta unos chicles caducados. Ese ir, venir, volver y regresar, me llevó a olvidar que mis libros y mis cuadernos estaban a más de 9.500 kilómetros de distancia. Estar en casa me recordó que no vivo en ella y que hoy no lo es. Que ir no siempre es volver, o que volver no es lo mismo que regresar. Lo dicho, porque también somos tontos.
Fotografías: ©Alejandro Santos