Tras cuatro horas de vuelo desde Madrid, ya estoy en el aeropuerto de Nevsihir, que es, por decirlo de alguna forma, la capital de Capadocia. Me sorprende que en la pista de aterrizaje no haya más aviones que el que me ha traído, que enseguida se marcha, dejando atrás una sensación inexorable de abandono. A pleno sol aguanto la interminable cola para pagar los quince euros de visado y pasar por el control de pasaportes, donde me sellan una nueva página. Mientras tanto, aprovecho para adelantar una hora el reloj y beber agua fría, porque el alto porcentaje de humedad incrementa la sensación de calor.
En la guagua observo los campos de Anatolia central, que parecen moverse mientras yo estoy quieta. Una tierra fértil, donde nacen cereales, calabazas, albaricoques, manzanas o viñedos, que en verano se desnuda y luce colores amarillos y ocres. El hotel está en la ciudad de Ürgüp, a veinte kilómetros de Nevsihir, y antes de llegar hacemos una parada en Acvilar Vadisi o Valle de los Cazadores para beber una refrescante cerveza EFES y comer un sabroso gözleme, que consiste en pan de pita relleno, en este caso enrollado y repleto de espinacas, carne de cordero y queso. Aquí tengo mi primer contacto con el paisaje lunar típico de Capadocia, al que Juan Goytisolo comparó con el arte de Gaudí, con casas trogloditas que me transportan al tiempo de los hititas. El viento sacude los nazar, más conocidos como ojo turco, que son amuletos para proteger el mal de ojo, que cuelgan de un árbol cercano, mientras me embeleso con el panorama blanco ante mis ojos, salpicado de algunas zonas verdes con arbustos y viñas. A mi alrededor, multitud de puestos han creado una especie de mercado, donde se pueden adquirir lámparas, alfombras, fundas de cojines, narguiles, figuras hechas de basalto o telas de diferentes colores.
Un paisaje esculpido en piedra
La siguiente parada es el Valle de Pasabag, una de las mejores zonas de la Capadocia para admirar las conocidas chimeneas de hadas. El paso del tiempo y la erosión han convertido Capadocia en un paisaje de singulares formaciones de piedra. Estas chimeneas son montículos formados en su parte inferior de toba, que es una tierra frágil y de color claro, y en la parte superior, basalto y andesita, que son más resistentes y de color oscuro. Los agentes erosivos han configurado estas originales estructuras, dejando elevaciones de toba rematadas por una cima de basalto duro, cuya altura puede llegar a los cuarenta metros. El resultado es un efecto paraguas, ya que la parte superior es más ancha y consistente, y protege al resto. Como se hace con las nubes, es posible descubrir figuras curiosas en ellas. Algunas se me antojan deliciosos muffins.
En el espectáculo natural de esta región turca no sólo destacan las chimeneas de hadas. Se pueden ver casas e iglesias excavadas en la piedra, como las que conforman el museo al aire libre de Göreme; o ciudades subterráneas como la de Özkonak, de diez plantas, aunque sólo se han excavado cuatro, donde se puede conocer la forma de vida de los hititas, perseguidos por los romanos, y más tarde de los cristianos que huían de los invasores árabes, y los métodos de protección que usaban para defenderse de sus enemigos. También merece la pena acercarse a la Fortaleza de Uçhisar, a cuatro kilómetros al suroeste de Göreme; al Valle de Palomares; o ver las figuras de piedra del Valle de Devrent, como la del sombrero de Napoléon, la virgen, los monjes conversando o la del camello, que es la más conocida y fácil de distinguir. Pronto vería todo este mundo de piedra desde el cielo.
Un paseo por Capadocia desde el aire
Al día siguiente, la alarma del móvil suena a las cuatro de la mañana. Me cuesta levantarme, pero al recordar que volaría en globo por primera vez en mi vida, me doy prisa para vestirme y bajar a la recepción. Allí me reúno con otras personas, que seguramente habrán maldecido también el sonido del despertador a una hora tan temprana, pero ahora esperan ansiosas la excursión aérea.
En apenas siete kilómetros, llegamos a una gran explanada de tierra donde se concentran otros grupos. A pesar de ser verano, llevo una chaqueta para protegerme del fresco de la madrugada, con la certeza de que a medida que transcurra la jornada no dudaré en quitármela. La oscuridad nos ha acompañado hasta allí, donde las furgonetas han quedado a un lado y nos invitan a tomar un té o un café acompañado de un dulce en uno de los puestos improvisados, de donde proviene la única luz hasta que el sol hace acto de presencia. El desayuno copioso lo tomaríamos más tarde en el hotel. Al fondo empiezan a recortarse en el cielo las chimeneas de hadas del valle de Göreme, mientras los encargados inflan los globos aerostáticos. El madrugón ha merecido la pena porque las primeras horas del día son el mejor momento para volar en estos globos de aire caliente, debido a la existencia de vientos estables.
Mi grupo es uno de los primeros en subirse a un globo de franjas grises y verdes. Cuando los cuatro compartimentos de la cesta han completado el aforo, en total veinte personas, el piloto nos explica las normas de seguridad, con ensayos incluidos. A continuación, enciende el quemador y comienza el ascenso. El ritmo es suave, pero el impresionante paisaje que nos rodea deja enseguida boquiabiertos a todos e impera un silencio abrumador.
Está amaneciendo. Los rayos del sol iluminan los valles de Capadocia, adornados con casas esculpidas en piedra y bellos montículos de toba y basalto que apuntan al cielo, con su forma fálica característica. Desde arriba contemplo un verdadero paisaje lunar, mezclado con un entramado de carreteras, caminos y campos, así como el resto de globos de colores variopintos que imitan nuestros pasos y empiezan a elevarse. Estoy en el mejor mirador para contemplar Capadocia en trescientos sesenta grados.
El globo sube hasta los mil metros de altura y sobrevolamos zonas que son impensables para acceder por tierra, como algunos valles. También descendemos hasta casi tocar los árboles y las rocas. Observo los viñedos y las plantaciones de calabaza, muy profusas en esta región turca. Lo curioso es que los turcos no comen calabaza, sólo las pipas, que se mezclan con leche y se dejan secar al sol. Los médicos las aconsejan especialmente para la próstata. Las venden también en las farmacias, y el nombre tiene su gracia, porque se les denomina turkish viagra.
Sin darme cuenta, la travesía llega a su fin. Descendemos con la misma suavidad de antes, hasta que la cesta de mimbre acaricia la tierra. Bajamos uno tras otro y, a continuación, unos encargados colocan la cabina en un pequeño remolque y desinflan el globo. Es hora de brindar con champán por el feliz vuelo y dejar, si se desea, una propina al piloto y a los operarios que lo han hecho posible. Antes de irnos, recibimos el certificado del viaje en este peculiar medio de transporte, cuyo primer vuelo en la historia data de 1783, gracias a los hermanos Montgolfier, y que, por orden del rey Luis XVI, sólo volaron animales, concretamente una oveja, un pato y un gallo.