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miércoles, noviembre 20, 2024
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Nueva Zelanda, ¿naturaleza en estado puro?

Last, loneliest, loveliest… La más bella y solitaria parte del mundo habitable para los hombres, la última en ser hallada, ocupada y estropeada”. Así define Nueva Zelanda el escritor y ex alpinista Philip Temple en su libro “Presenting New Zealand”. Y es que Nueva Zelanda es el territorio más joven del planeta y el último en ser descubierto y habitado por el hombre.

Hace 10.000 años, tres cuartas partes de Nueva Zelanda eran bosques coníferos y los primeros animales que la habitaron fueron murciélagos y más tarde otras especies de aves, que no tenían ninguna necesidad de volar porque no había depredadores de los que huir. Era el caso del moa (una de las aves más grandes que ha existido, ya extinguida), el kiwi (ave no voladora) y el kakapo (un tipo de loro). Nueva Zelanda era un paraíso para las aves hasta que, primero, llegaron los maoríes, procedentes de la Polinesia, entre los siglos XI y XIV, y después los europeos en los siglos XVIII y XIX. Ambos se preocuparon muy poco por su enorme riqueza natural, tan sólo veían tierras de cultivo y sobre todo de pasto y no dudaron en quemar enormes extensiones de bosque para despejar el terreno y adaptarlo a sus intereses, además de cazar de forma intensiva moas, focas y ballenas hasta prácticamente extinguirlas.

Cathedral Cove en la Península de Coromandel (Isla Norte)
Cathedral Cove en la Península de Coromandel (Isla Norte)

Antes de la Primera Guerra Mundial, Nueva Zelanda se convirtió en la granja del Imperio Británico. La proliferación de granjas y la necesidad de crear tierras de pasto para las ovejas hizo que en poco más de un siglo se hubiera destruido el 40% de los bosques. No fue hasta principios del siglo XX que empezaron a surgir dudas y temores sobre la manera en que se había explotado hasta entonces la tierra. Los científicos también se volvieron conscientes de la extinción de muchas especies y se plantearon si estas pérdidas eran necesarias tan solo para satisfacer las necesidades y los objetivos de los hombres. Con el paso del tiempo, los maoríes desarrollaron prácticas encaminadas a mantener el equilibrio entre la acción del hombre y la naturaleza, y en general se extendió cierta preocupación por la agricultura intensiva y se intentaron replantar especies autóctonas. Aunque probablemente ya era demasiado tarde: actualmente tan sólo quedan un 25% de los bosques originarios.

Una gran víctima de la deforestación ha sido el kauri, árbol endémico de la Isla Norte de Nueva Zelanda, cuya edad y dimensiones recuerdan a las famosas secuoyas estadounidenses. Su madera era ideal para los mástiles de las embarcaciones y su resina muy útil para fabricar barnices. Waipoua, el mayor bosque de kauris de la Isla Norte, se salvó por encontrarse en un lugar más remoto y en 1952 se convirtió en santuario. Aquí se encuentran Tane Mahuta, Dios del Bosque, de 51 metros de altura, 14 metros de diámetro y más de 1.200 años, y Te Matua Ngahere, Padre del Bosque, más bajito pero aún más anciano y con un tronco de 16 metros de diámetro.

La pérdida de bosques unida a la introducción de mamíferos también puso en peligro de extinción al kiwi, ave endémica de Nueva Zelanda sin alas que vive en bosques húmedos y es de costumbres nocturnas. Una leyenda maorí cuenta que cuando el Dios del Bosque, Tane Mahuta, se dio cuenta de que los árboles y los bosques se estaban muriendo por culpa de los parásitos, hizo una llamada a todos los pájaros para pedirles si aceptarían vivir en el bosque para ayudarle. El tui rechazó porque le daba miedo la oscuridad, el pukeko porque hacía demasiado frío y así cada pájaro buscó la excusa que más le convenía. El kiwi fue el único que dijo que sí, aceptó sabiendo que perdería las alas y las plumas para camuflarse con el color del bosque y que tendría que vivir de noche. Desde entonces, el tui tiene dos plumas blancas en el cuello como símbolo de su cobardía y el pukeko fue obligado a vivir para siempre en ciénagas y pantanos. Lamentablemente, el kiwi está en peligro de extinción tanto por la degradación de su hábitat natural como por la amenaza de depredadores inexistentes antes de la llegada del hombre a Nueva Zelanda.

Anchorage Bay en Abel Tasman National Park (Isla Sur)
Anchorage Bay en Abel Tasman National Park (Isla Sur)

Después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el Imperio Norteamericano se impuso al británico, Gran Bretaña compró toda la producción neozelandesa, de modo que no había desempleo en Nueva Zelanda y los neozelandeses alcanzaron el mejor estándar de vida de todo el mundo. Pero a partir de los años setenta las cosas cambiaron. Gran Bretaña entró en la Unión Europea y se restringió el acceso neozelandés al mercado británico, así que se puso en práctica el libre mercado sin apenas regulación, lo cual tuvo consecuencias muy negativas en la salud, la educación y el sistema social, creció la inflación y la tasa de desempleo y reaparecieron las clases sociales. Nueva Zelanda se había convertido en el “laboratorio económico del mundo”.

Actualmente, el capitalismo y el libre mercado que anteponen el enriquecimiento económico también afectan al patrimonio natural, con controvertidos proyectos sobre la mesa que afectarían a Fiordland, el parque nacional más grande de Nueva Zelanda, en la esquina oeste de la Isla Sur. Nos referimos a “Milford Dart”, un túnel de diez kilómetros que pretende unir los parques de Fiordland y el Monte Aspiring, y “Fiordland Link Experience”, un monorraíl de cuarenta kilómetros que cruzaría el impresionante bosque de Fiordland. Proyectos en los que prima la rapidez y la facilidad para transportar más turistas, en lugar de la preservación de esta área natural, entre cuyas excepcionales extensiones de bosques, humedales y montañas se ocultan algunos de los tesoros naturales más preciados del país, especialmente su fiordo más célebre: Milford Sound.

Curiosamente, Milford Sound no fue descubierto por los europeos hasta 1812. Entre estrechas paredes rocosas y picos escarpados de más de 1.200 m de altura, este fiordo recorre unos 16 kilómetros hasta desembocar en el mar de Tasmania. Parece imposible adentrarse por mar entre esos gigantes de roca, como el tantas veces fotografiado Mitre Peak, por eso pasó desapercibido al capitán James Cook, aunque los maoríes lo descubrieron mucho antes y acudían allí para coger el preciado jade verde. Ahora se puede navegar entero en barco o en kayak y es siempre una experiencia, ya sea bajo el sol o bajo la lluvia, más probable, puesto que en Fiordland llueve unos 200 días al año.

Además del impacto medioambiental de los dos polémicos proyectos, cabe preguntarse si este modelo turístico es positivo para un país cuyo valor más grande es su naturaleza y la experiencia de poder disfrutarla en su estado más puro, como precisamente la campaña de promoción turística “Pure New Zealand” intenta transmitir. A pesar de la sobre explotación que sufrió en el pasado y de ciertas amenazas actuales, Nueva Zelanda sigue siendo un paraíso natural que nos ofrece un paisaje visualmente impactante y lleno de contrastes. Un lugar donde la naturaleza se impone con volcanes activos, géiseres y zonas geotermales, montañas y glaciares, playas de ensueño, además de su fauna endémica y algunos fenómenos naturales únicos en el mundo.

Un ejemplo de ello son las sorprendentes y enigmáticas Moeraki Boulders. Estas rocas perfectamente esféricas que pesan toneladas, se encuentran dispersas en la playa de Koekohe, en la costa este de la Isla Sur. Muchas tienen finas grietas que las hacen parecer inmensos caparazones de tortuga de color grisáceo, otras están abiertas como si hubieran explotado y algunas todavía se están formando a partir de la arenisca de los acantilados. Cuenta una leyenda maorí que las Moeraki Boulders son calabazas que alcanzaron la orilla tras el naufragio de la canoa Araiteuru siglos atrás cuando sus ancestros llegaron a la Isla Sur de Nueva Zelanda. Cada uno que decida si se queda con la versión científica o la mitológica.

Precisamente, en los mitos y las leyendas maoríes, una naturaleza viva y con alma es uno de sus principales elementos. Muchos lugares icónicos del paisaje neozelandés tienen carácter sagrado para los maoríes y por ello merecen el máximo respeto. Es difícil conciliar el equilibrio entre los intereses económicos, el auge del turismo y la preservación, sobre todo en el caso de Nueva Zelanda en el que  sus paisajes y sus maravillas naturales son lo que hace de este país un lugar único. Esperemos que la apuesta por la sostenibilidad continúe y que proyectos ambiciosos no estropeen la imagen limpia y verde que Nueva Zelanda ha estado potenciando desde 1990. Como dice Philip Temple, “este pequeño país de menos de cinco millones de habitantes tiene el reto de mantener su soberanía e integridad cultural y natural en los tiempos que corren”.

Por: Susana Rodríguez, periodista y bloguera de viajes en En Ruta Press y Companys de Viatge

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