Era mediodía de un agosto de 2007 cuando un grupo de veinte personas permanecía de pie frente a la fuente principal de Valverde del Majano, en Segovia. A lo largo de la pared de ésta, a modo de puzzle, se podían leer cientos de nombres, todos ellos habitantes del pueblo. Pero en uno de sus bordes, dos piedras verdes de jade alteraban el contorno homogéneo y blanquecino del perímetro de la fuente. Entre ambas se leía: Manuel de Frutos Huerta, (1811-?). Al poco, el grupo comenzó a cantar a coro un cántico que solo se entona cuando los miembros de una familia maorí se encuentran frente a un ancestro.
Poco se sabe sobre su vida, pero el dato más importante sobre Manuel José se desveló, por fortuna para sus descendientes, los paniora, hace poco más de diez años. Varias décadas llevaban buscando el origen de su antecesor: un español que llegó en un barco ballenero inglés, ya entrado el siglo XIX.
Para los maorís, los ancestros son fundamentales, no conocer su genealogía es motivo de vergüenza. «Solo al conocer tu genealogía puedes clavar tu lanza en la tierra y tener un futuro», dice un proverbio maorí. Por ello, los paniora sufrían un estigma asociado a sus orígenes.
Pero esto se resolvió tras la investigación de la periodista neozelandesa Diana Burns. Tras contrastar los testimonios de los miembros más ancianos de la familia, que recordaban que sus abuelos les habían hablado de un «valle, o pradera, verde» como posible lugar de procedencia de su ancestro, concluyó que ese “valle, o pradera, verde” estaba en Valverde del Majano, en la provincia de Segovia.
Allí encontró la prueba definitiva: la partida de bautismo de Manuel José de Frutos Huerta. Tiempo después de la investigación, Edda, John y otros dieciocho miembros más de la familia viajaron a Segovia para conocer el lugar del origen.
Los maorís de Nueva Zelanda a Segovia, España
Los ojos de Edda me miran fijamente. El eco de sus últimas palabras resuena dentro de mi cabeza. Hace un par de días que llegué a Gisborne, al noreste de Nueva Zelanda. Ella es el tercer miembro de la misma familia que visito en este viaje por el país de mis antípodas. Me encuentro con una mujer maorí de mediana edad, con pelo negro y enmarañado, labios carnosos y unos ojos que transmiten tranquilidad y sabiduría.
La luz se cuela por la ventana de la cocina e ilumina la superficie de madera de la mesa alrededor de la que llevamos charlando ya varias horas. Su última frase encierra gran parte de la razón que me ha traído hasta este lugar : «Ahora es cuando hemos empezado a comprender lo que significa ser un paniora. Estamos aprendiendo a darnos permiso a ser españoles.»
Aparto de ella mi mirada y la dirijo hacia el libro que permanece abierto sobre la mesa. «Olive branches», reza su portada. Ramas de olivo. Al volver a ver las imágenes en blanco y negro del grupo de hombres y mujeres maorís vestidos con lo que es un extraño intento de vestido de sevillanas, la palabra «españoles» alcanza una magnitud aún mayor que segundos antes, cuando fue pronunciada. Este libro, escrito en los años 90 del siglo XX, es la obra que resume gran parte de la historia de la familia Manuel José, de la que Edda es uno de sus miembros más importantes.
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El todoterreno amenaza embarrancar en cualquier momento en mitad del río. El cauce ha subido por las últimas lluvias y John Manuel tiene que emplearse a fondo para vadearlo. El sudor perla su frente, pero la sonrisa no desaparece de su cara, mostrando unas encías donde faltan varias piezas dentales. Big John, como le llaman todos en la región, es el miembro más anciano de toda la familia paniora.
Había esperado este día desde que puse mis pies en Gisborne. Una hora antes nos encontrábamos en la escuela de Rangitukia, en la que Big John da lecciones de lengua maorí. Hoy hemos impartido la clase juntos: yo sobre mi país; él sobre su familia, los paniora, los «españoles», en idioma nativo. Ver su sonrisa satisfecha al hablar sobre un país del que tiene más conceptos erróneos que correctos, enfundado en la camiseta de la selección española de fútbol, ha sido de los momentos más divertidos del viaje. Ahora vamos hacia Port Awanui, en busca de lo que dio nombre a aquel libro que leí en casa de Edda: el olivo que Manuel José de Frutos Huerta plantó en la década de 1830, al poco de llegar a Nueva Zelanda.
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La lluvia comienza a caer con más fuerza y el limpiaparabrisas del todoterreno apenas da de sí. Hemos pasado la parte del río más delicada y la vegetación comienza a abrirse. Ya se puede intuir el mar en la distancia. Big John, con un inglés algo difícil de entender, me explica que en este lugar se encontraba hace 150 años Port Awanui, el puerto marítimo en el que Manuel José erigió la tienda que le hizo convertirse en un hombre poderoso, respetado por el resto de colonos europeos, así como por los líderes de la tribu maorí de la zona, los Ngati Porou.
Tras superar el último obstáculo, ya de nuevo en el camino que bordea el río, el todoterreno avanza hasta un punto en el que el mar puede verse a escasos 30 metros. Big John activa el freno de estacionamiento y me pone la mano en un hombro, señalándome con la otra algo que se encuentra a mi izquierda, al otro lado de la ventanilla. La bajo y ante mi aparece algo que según la lógica no debería estar en el lugar: limitado por una valla baja y rodeado de plantas nativas, un pequeño olivo se tumba hacia la tierra mientras la lluvia lo golpea sin descanso. Un olivo centenario, cuyas ramas, según me cuenta Big John, estuvieron a punto de arder por completo varios años atrás, pero que, con el trabajo de varios miembros de la familia, consiguió salir adelante.
Una extraña emoción me invade al observarlo: me siento orgulloso del español que plantó una semilla en aquel lugar tan alejado de su tierra. Con cierta confusión interior y, tras abandonar el camino embarrado del río, accedemos de nuevo la carretera y nos dirigimos hacia el norte, hacia la colina llamada Taumata-o-Matawhaita, el lugar donde está situado aquello que me propuse alcanzar desde que conocí la historia de los paniora: la tumba de Manuel José.
El paisaje va cambiando. El bosque es sustituido por una gran pradera que parece sacada de la imaginación de un pintor renacentista. Llegamos hasta una valla. Me bajo del coche, cubierto por el impermeable amarillo de Big John, y la abro. John señala con el dedo a través del parabrisas hacia una colina, coronada por una pequeña estructura color hueso, con una cruz en lo alto cubierta por una bruma fantasmagórica.
Recorremos los 100 metros finales hasta pararnos en una vertiente de la colina. Big John me mira en silencio. Sabe lo que quiero hacer. Y que tengo que hacerlo solo. Bajo del coche y entro en el pequeño cementerio. Ahí lo tengo, por fin, frente a mí, el mausoleo del hombre que comenzó toda esta historia. Sobre la piedra blanca ennegrecida se puede leer la placa que los descendientes colocaron en 1980 y, un poco más arriba, el escudo de la familia, con la rama de olivo, el león de Castilla y los colores de la bandera española. Bordeando el escudo, el lema, escrito en español, que sirve de guía para los paniora: «adelante para siempre».
Pierdo la noción del tiempo, y mi cuerpo se va empapando mientras recorro con la mirada cada vértice de la tumba. Estoy esperando a que acudan las palabras que sé que quiero decirle a mi compatriota y a su familia de más de 15.000 miembros. Los pensamientos se apelotonan hasta que una fina línea de texto aparece, por fin, detrás de mis pupilas. Cierro los ojos para poder leerla. La releo varias veces y, al fin, vuelvo a mirar hacia la tumba. Estoy preparado.
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Los ojos de Edda me miran con la misma intensidad de aquella tarde en la cocina de su casa. Estamos en el aeropuerto, y el avión que me llevará de vuelta hasta Auckland sale en una hora. Cuando le conté que John me llevó a ver el olivo y la tumba de Manuel José, la cara de Edda me respondió con una sonrisa. Aquel día no hablamos más sobre el tema. Ahora ha sido ella la que ha lanzado una pregunta – ¿Qué le dijiste? -. Esto me pilla por sorpresa, pues no recuerdo haberle mencionado nada. Algo avergonzado, como cuando leen una hoja de tu diario, desvío la mirada hacia algún punto de la sala.
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Es impresionante!! Es mundo cada vez se ve más y más pequeño. Grandísima historia, teníamos ganas de escucharla después del trailer en las Tertulias Viajeras. Adelante para siempre!