Inevitable es el encuentro con personas con historias particulares que imprimen el toque especial a los viajes. ¡Tengo cada historia! Sobre todo en dos países que me sorprendieron más allá de sus paisajes, su historia y su forma de vida. Historias como la de un traficante de personas que conocí en el transporte público, o la del hombre coqueto de 91 años que me propuso matrimonio, o la historia de una pareja que me hizo reflexionar sobre el viajar y hacerlo con tus hijos. Historias que no vienen a ti, tú vas a ellas y se vuelven sorpresas que enriquecen un momento, si no saliera de México, seguramente estas historias no existirían.
Guatemala
Ya tenía como cinco días de haber llegado a este país y estaba recorriendo ciudades y pueblos. Para llegar de un punto a otro, utilizaba el transporte público, es más económico y más folclórico, disfruto del transporte local. En uno de los trayectos, iba en una camioneta pequeña que no tenía un solo asiento libre. Yo estaba sentada en la parte trasera y me dirigía a una estación de autobuses para tomar otro bus para otro destino. En la ruta, gente subía y gente bajaba; después de algunos minutos comencé a platicar con el pasajero que viajaba a mi lado y sorprendida quedé cuando me dijo que conocía perfectamente Tijuana –mi ciudad natal-, porque durante diez años se dedicó a cruzar gente hacia Estados Unidos.
Me dio santo y seña de donde había vivido en Tijuana, México, en qué zona y cómo se las arreglaba para vivir de manera ilegal y trabajar de “pollero” o “coyote” como en México les decimos a quienes cobran por cruzar personas sin documentos hacia Estados Unidos. “Es bien fácil hacerse pasar por mexicano con la policía”, me dijo. «Nos parecemos en lo físico, sólo es cuestión de que adoptes el acento y estudies un poco de historia de México y leas las noticias», aseguró.
“Muchas veces la policía me detuvo por ser ilegal, pero les “comprobaba” que era mexicano cantándoles el Himno Nacional, diciéndoles quién era el Presidente de la República o el Gobernador del Estado donde en ese momento me encontrara; con tan sólo ver un poco de noticias, la libraba- me contó Benito González”.
Después de escuchar la historia, siendo del norte de México y sabiendo lo peligroso que puede ser el ambiente del cruce de ilegales, me puse en alerta, pero Benito me volvió a sorprender al momento de bajar ambos en el mismo punto, debía tomar otro autobús y fue él quien me indico cual me llevaría a mi destino final.
En medio del caos, propio de la parada colectiva de las decenas autobuses que iban en distintas direcciones, un maletero tomó mi mochila y la subió a un autobús, yo confundida busqué la mirada de Benito, esperando su aprobación; éste se hizo de palabras con el chico porque yo iba en otra dirección, así que le quitó mi mochila y fue él quien me guió al bus que finalmente me llevaría al próximo punto.
Otro día, visitando varios de los pueblos que rodean al Lago Atitlán, estaba recorriendo las callejuelas y perdiéndome entre los puestos de los mercados ambulantes, y llegué al Pueblo de San Pedro Laguna, lo caminé y, después de un rato me senté en una esquina a descansar. Ahí estaba Don Andrés González, un hombre de 91 años que comía lentamente y veía a la gente pasar. Al mirarme lo primero que hizo fue ofrecerme de la avena que comía en su plato de madera. Dando pie a una charla que terminó en declaración de amor.
Empezó a contarme que había estado casado durante 64 años y que era padre de 11 hijos. Enviudado hace cuatro años, razón que trajo consigo un gran problema, pues ya no tenía quien barriera su casa. “Ella barría la casa, ¿no quieres casarte conmigo para ir a mi casa a barrerla?” Me preguntó con una mirada coqueta. Se veía muy jovial para su edad, la vida ya no le preocupaba y no hacía más que contarme de su vida: “Yo ya no trabajo, con que cada uno de mis hijos me dé cien quetzales, vivo tranquilo”. Aún recuerdo su mirada y su imagen con su ropa tradicional. Pero no, no nos casamos.
Siguiendo el viaje, siguieron los encuentros. Como el que tuve con una pareja de novios que conocí en el trayecto de Cobán a las cascadas de Semuc Champey. Ella era guatemalteca y él alemán. El amor surgió luego de haberse carteado por varios meses. En el cíber espacio existe un sitio llamado Penpal que en español significa amigo por correspondencia, si, de cartas escritas de puño y letra, no correos electrónicos. Siendo ambos aficionados a esta costumbre casi extinta en nuestro mundo tecnológico y globalizado, decidieron hacerse amigos por cartas. Luego de algunos meses, un día tomaron la decisión de conocerse en persona y él viajó a Guatemala, Cupido hizo lo suyo y se enamoraron. Él cruzó el continente para visitarla en dos ocasiones y ella, había hecho lo propio para estar con él en Alemania.
Cosas raras que uno conoce… mientras en algunas partes del mundo, la gente utiliza todos los dispositivos electrónicos para estar conectados vía internet, otros los utilizan para “desconectarse” virtualmente y entablar relaciones más humanas.
Jamaica
Seguido escucho de las parejas jóvenes, padres primerizos sobre todo que se limitan a viajes cortos o nulos, sobre todo los primeros años por proteger al niño. Este temor no lo vi en la pareja de suizos que conocí en Jamaica, ella de la parte francesa, él de la alemana. Durante dos días de convivencia en Port Antonio con ellos y con su forma de vivir, descubrí también otras realidades en cuanto a la educación de los niños.
Ambos con rastas, tenían un estilo de vida relajado y con cierta filosofía naturista y desenfadada, como el mismo y legendario Bob Marley que los llevó hasta aquel punto del mapa. Ambos tenían trabajos estables en su natal Suiza, sin embargo, se tomaron un descanso de cuatro meses para viajar por diferentes países, siempre acompañados de su pequeño hijo, que cuando lo vi por primera vez, pensé que tenía viruela y resultó que había sido literalmente atacado por un batallón de mosquitos.
Un día acompañé a la familia al mercado a comprar la comida para cocinar en el hostal, ya era noche y de regreso, la lluvia nos cayó por sorpresa. Los papás tenían las manos ocupadas con las bolsas de comida, por lo que yo me ofrecí a cuidar al niño y como si fuera adulto, jamás se quejó de la lluvia, del frío o de la larga caminada que hicimos de regreso, era un viajero más, como el resto de nosotros.
En el hostal, mientras el papá fumaba ganja, la mamá horneaba pan, el niño jugaba como cualquiera de su edad, distrayéndose con las cosas más simples. Esto me hizo preguntarme si de verdad los niños son frágiles o son los papás que con sus miedos, los vuelven también temerosos a lo desconocido y a la falta de comodidades. ¿Cómo será este niño de adolescente? Muchas preguntas surgieron, reflexiones de encuentros que aún hoy hacen preguntas.
Ya lo decía el escritor italiano, Cesare Pavese, “no se recuerdan los días, se recuerdan los momentos”.