Hay lugares, escalas que saltan del mapa solo porque sí, como si nunca antes los hubieses visto y que te arrastran hacia ellos como si no pudieras advertirlo. Da igual dónde. Lo que importa es lo que nos lleva allí. Ese azar terrible, complejo y absolutamente tentador al que nos someten los mapas.
Digamos, entonces, que fue así como llegué a Estocolmo: por capricho y por azar, sin ninguna otra lógica que no sea esa que explica que hasta allá era el boleto más económico posible desde mi punto de partida.
Cuando llegué, la ciudad estaba helada y gris. Hacía -4 grados y estaba comenzando a nevar. Esa nieve tímida, que cae despacio, que se derrite apenas toca el asfalto.
La distancia que separa el aeropuerto de Arlanda del centro de la capital de Suecia (40 minutos), sirve para irle tomando el pulso a lo que se ve: gente que no sonríe ni conversa mucho, que van bajo capas y capas de abrigos y solo les queda la cara a la vista, resentida por el clima que deja las mejillas rosadas y resecas.
Van serios, sin prisa -quizá solo apuran el paso cuando el tren o el metro o el autobús están por irse- concentrados en el teléfono, en lo que sea que salga por los audífonos, o con la vista al frente.
El fika y la prudencia sueca
Los suecos no tienen prisa por llegar a ninguna parte: no tocan la bocina, te dejan cruzar la calle, no hacen tanto ruido.
Para ellos es importante tomarse el tiempo para hacer sus cosas, sobre todo para merendar, hacer la “fika”: ese momento en el que te tomas un break, solo o acompañado, para disfrutar de una taza de café o té y un dulce.
Fika significa todo eso y está tan arraigado que toda la ciudad huele a pan recién hecho, a dulce recién sacado del horno. Es más, vas a un café y solo pagas una taza y te puedes quedar allí todo el día llenándola cuántas veces quieras porque ahí, en esa taza, está el sentido de la vida sueca: no hay apuro. Al menos no en Estocolmo, que es la capital, la ciudad más grande de Suecia y que se podría imaginar más agitada que el resto.
Cuando miro el mapa de Estocolmo y trato de entender porqué llegué ahí, me veo entre sus islas. Hago un repaso al final del día intentando descifrar cómo crucé de una a otra sin darme cuenta. La ciudad tiene 57 puentes, un metro que conecta todos los rincones y autobuses que llevan a donde se quiera. El mar Báltico aparece por un lado, y el lago Mälaren por el otro, mientras las gaviotas van adornando la ciudad con su vuelo y ruido.
La Venecia del Norte
Estocolmo no escapó del cliché: la llaman la Venecia del norte. Es fotogénica, con una arquitectura grandiosa que hace mirar hacia arriba, acercarse a tocar las paredes, a mirarla desde lejos como para intentar comprenderla.
Es pequeña, quizá un millón de habitantes y cada quien va concentrado en lo suyo, como si las distracciones no estuviesen permitidas y así uno cae ante sus encantos de ciudad vieja, rodeada de agua, con sus dulces recién hechos y su comida saludable.
Porque eso es otra cosa, en Estocolmo es casi una cultura el comer bien y eso se extiende a toda Suecia. Muchas frutas, muchos vegetales, muchas preparaciones veganas.
La gente se cuida y se puede entender: tienen uno de los salarios más altos de Europa –el mínimo ronda por los 1600 euros-, educación y salud pública gratuitas, todo funciona como se debe, como se espera, como para vivir muchos años sin preocupaciones, así que cuidarse y comer bien es prioritario para una vida larga.
Y no, parece que no, que ese sueño idílico no existe. Suecia tiene una tasa muy alta de depresión entre sus habitantes y, por lo tanto, de suicidios. Hasta el año pasado era el país vigésimo octavo del mundo en esa lista, porque tras toda su historia, perfección, puntualidad y colores hermosos, hay mucha soledad y gente que se refugia en el alcohol para palear sus asuntos.
“Vinterdepression”, o depresión de invierno, es justo el término con el que los suecos describen ese estado emocional que llega a ser, incluso, una enfermedad que ha sufrido entre el 15-25% de la población alguna vez.
Y eso no se arregla con la filosofía de vida y optimista que resumen en la palabra Fika, que a quienes sobrevivimos en otros mapas nos podría parecer hermosa y necesaria. Solamente el año pasado, un estudio de la Cruz Roja arrojaba que el 40% de los suecos se sentían solos y que la compra de antidepresivos había aumentado en un 35%.
No es difícil intuirlo: el frío, el invierno oscuro y largo. Demasiados días grises.
Las consecuencia del viajar por azares a Estocolmo
Nada de eso aparece en el mapa cuando uno viaja por azares. Que cuando ese mapa se despliega y uno comienza a hurgar, siempre será necesario ir más allá de las fachadas, de los museos importantes, de las calles empedradas.
Me gusta creer que las ciudades nos llaman.
Que cuando las vemos luciendo sus colores en esa búsqueda casual, es porque algo intentan decirnos y por eso viajamos, por eso nos movemos, para conseguir respuestas a un montón de preguntas que muchas veces no somos conscientes que nos hacemos.
Mi mapa de Estocolmo sigue lleno de ellas.
Y también de colores.