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jueves, marzo 28, 2024
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¿Volver a casa? Historias de Venezuela en Panamá

“Caminantes son tus huellas el camino y nada más. Caminante no hay camino sino estelas en la mar” Antonio Machado.

 

Cada persona es un universo y como tal tiene deseos, expectativas, necesidades particulares que sólo pueden ser explicadas y cubiertas por ellos mismos. Movilizarse del lugar de origen, bien sea en la misma ciudad, a otra ciudad o a otro país, es algo que sólo quien lo ejecuta lo entiende, ese sentimiento de desprendimiento es tan fuerte que sólo el miedo podría opacarlo, y aun así he ido descubriendo a través del tiempo que hay cosas más fuertes que el miedo. Al ser inmigrante, el camino se llena de gente con experiencias similares a la tuya, gente afortunada que persigue su suerte, gente feliz, triste, amargada, agria, dulce, salada. Todos tienen algo que decir, cada experiencia de abandono del terruño es única, con una diversidad de razones por las que migraron. Sólo hay que navegar un poco en cada vivencia, caminar en cada par de zapatos que se atrevieron a andar y nos encontraremos con historias que desean ser contadas, como diría mi abuela, “Hay de todo como en una botica”.

Estando en este exilio voluntario, después de decidí salir de Venezuela porque la situación de mi país era y es insostenible, recuerdo el día que mi mamá me dijo: “vete de Venezuela, que si no estás es una preocupación menos que tengo. No quiero que te pase nada”. Así fue como me refugié en tierras panameñas que me han recibido como hija adoptiva y he empezado de cero en este hermoso lugar.

No he perdido mi acento, aunque mi papá dice que sí, pero he aprendido palabras nuevas; camino tranquila por las calles sin temerle a los motorizados, me río mucho, respiro tranquilidad y me siento feliz. Me ha tocado adecuar mi vocabulario para hacerme entender, he respirado profundo ante situaciones que me incomodan y no le tengo mucha paciencia a los taxistas, pero en líneas generales me encanta estar aquí, me siento a gusto e integrada con esta cotidianidad.

En la labor de observar para escribir, he conocido a grandes personas. Marcos, un venezolano de Barquisimeto, esposo y padre de tres, llegó aquí porque su oficina lo trasladó junto con toda su familia hace casi cuatro años. Una larga charla nos llevó a hablar de la vida de extranjero, de estar lejos del suelo, de extrañar a los que se quedaron allá y me comentó que junto a su familia están haciendo una labor social en la que ayudan a una casa hogar de monjas con treinta niños; unos huérfanos, otros con problemas estructurales de violencia doméstica, padres drogadictos, hogares quebrados o inexistentes. Las particularidades de cada crío son tan tristes como diversas y, Marcos junto a  su familia han conseguido involucrarse, participar, dar cariño y contribuir a la que ya es su comunidad.

Fotografía: marnoticias.com
Fotografía: marnoticias.com

María Carolina, nombre ficticio, es venezolana de Valencia. Vino a Panamá porque a su esposo lo expatriaron hace unos cinco años, ella logró cambiar su estatus migratorio de familiar acompañante a residente con permiso de trabajo y desde entonces, ha laborado en un par de empresas transnacionales con un sueldo envidiable, tiene un hogar con dos niños y buenas perspectivas laborales, pero no le gusta Panamá. No se siente a gusto, no logra encajar y parece no tener mucha disposición para adaptarse en el entorno, las costumbres, las personas. En general convive, trabaja, pero está a la espera de una nueva expatriación para ella o para su esposo. Dice que sí extraña sus orígenes, pero que tiene ya mucho tiempo viviendo fuera de sus fronteras y puntualiza que no sabe si se adaptaría de nuevo su país.

Emilia es mi amiga desde la universidad, ella  acaba de llegar a Panamá. Pasó un año tramitando sus papeles hasta que al fin pudo empacar su vida en unas cuantas maletas, junto a su esposo y sus niños llegaron a abrir el ciclo calendario del 2015. Comenzó a trabajar hace unas semanas, su esposo aún busca empleo, pero ella siente que “este nuevo comienzo traerá paz a la familia”, porque para ella, “ lo más importante es brindarle seguridad a mis hijos”, siente que ha dejado atrás un estado de terror que la tenía sumida en una profunda angustia. Le gusta estar aquí, con esa sensación fantástica de ir al supermercado y conseguir todo lo que se necesita sin hacer largas e improductivas colas por las migajas de algún producto, que al final, es un derecho ineludible de cada ciudadano.

A todos en consenso les he preguntado si volverían y cuál sería la condición para el retorno. Todos contestaron que sólo volverían si el régimen de la bota roja cae, si no, no hay vuelta. Ahora entiendo a los cubanos que llegaron a Miami hace cincuenta años con la esperanza de volver y rezo a diario para que la historia de todos los venezolanos que estamos por fuera, con las familias unidas con los cordones invisibles de la tecnología, no tengamos la misma suerte de los amigos caribeños a los que les apagaron la luz de a poquito.

Como Kavafis explicando el camino a Ítaca, como Machado recitando que se hace camino al andar, así es la vida del inmigrante, compuesta de momentos de emoción por lo nuevo a descubrir, de tristeza por lo extrañado, de angustia y ansiedad.  Estamos embarcados en una ruta que requiere adaptación. Me quedo con una frase de Mercedes Sosa: “Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida”.

 

Johana Milá de la Roca
Venezolana residente en Panamá. Licenciada en administración de turismo con un máster en periodismo de viajes, una fusión que hoy ejerce y comparte desde Centroamérica.
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