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martes, marzo 19, 2024
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Sin luz en el Sáhara marroquí

Estábamos inmersos en una oscuridad profunda. El Jeep 4×4 seguía a treinta kilómetros por hora; yo en el asiento de atrás y Said al volante. Él iba conduciendo de forma impasible y tranquila a pesar de la negrura de nuestro alrededor. No se podía ver absolutamente nada. Era una noche total, asustadiza, cósmica.

Mi reloj de pulsera marcaba las ocho de la tarde e íbamos atravesando las dunas del Sáhara marroquí. Said, el guía de la excursión, era un hombre simpático y conversador. Era alto y tenía un rostro estrecho, tan delgado que parecía estar siempre de perfil. Llevaba bata y una túnica azul. Sonreía en abundancia y hablaba muy bien el castellano. Estaba acostumbrado a guiar a los viajeros por el desierto.

Habíamos recorrido aquel mismo camino el día anterior, sólo que en sentido contrario, en grupo y montados sobre la joroba de los camellos. Vimos el amanecer por encima de una duna inmensa. Era el final de nuestro segundo día cuando Said nos informó de que necesitaba volver al hotel; una lluvia inesperada (¡sí, había llovido en el desierto!) mojara algunas de las tiendas y era necesario buscar unas mantas y colchones más. Yo pregunté si podría ir con él. Sería una oportunidad para hacerle una pequeña entrevista. Él aceptó y subimos en el 4×4 en dirección al norte del Sáhara.

El hotel estaba a pocos kilómetros de donde habíamos acampado. A unos cuarenta cinco minutos, tal vez; el tiempo suficiente para una buena conversación. Pero, la noche cayó rápida en el desierto. El día nublado pronto dio lugar a una penumbra densa, únicamente profanada por los potentes faros del Jeep.

En algún lugar del trayecto Said tuvo que apagar las luces delanteras. “Estamos cerca de la frontera con Argelia”, dijo él y añadió que era “una precaución de seguridad. No se preocupe, más adelante las encendemos de nuevo”.

Fue entonces que las sombras, que ya eran inmensas, se ocuparon de todo; parecían absorbernos como un agujero negro. Miré hacia afuera, por una rendija de la ventanilla: no se distinguían nada. El motor rugía alto. El coche subía y bajaba por las dunas. Un viento frío invadió el coche. Me dolía la vista de tanto mirar sin ver. Era posible sentir el magnetismo que nacía de la inmensidad ausente. El desierto nunca había sido tan misterioso, absoluto y existencial como en aquel momento.

Ya había pasado unos veinte minutos cuando le pregunté a Said con voz ansiosa: “¿Cómo es posible saber el camino en medio de tamaña oscuridad?”

Él sonrió. “Son dos los secretos. Primero el conocimiento total del terreno. Recorro estos caminos de arena desde que era pequeño, los sé tan bien como la palma de mi mano”.

“Ok. ¿Pero … cuál es el segundo secreto?”, pregunté.

Said no dijo nada. Apenas abrió la ventanilla y señaló la cima.

Yo seguí el movimiento con la cabeza. Era una hermosa noche estrellada: millares de puntos luminosos y, en evidencia, la Osa Mayor; inmensa y majestosa.

Éste es mi mejor mapa”, añadió.

Said finalmente encendió los faros, ya estábamos cerca del hotel. Agradecí al desierto por el momento: a veces, si apagas todas las luces, la oscuridad puede hacerte ver mejor las estrellas.


Texto y fotografías: Davi Carneiro, periodista y bloguero de viajes brasileño.




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