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martes, marzo 19, 2024
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Larga distancia con Martín Caparrós

Lo mejor sobre Larga distancia de Martín Caparrós ya lo escribió Tomás Eloy Martínez en Buenos Aires, en junio de 1992. Y sin embargo, lo tituló “Apogeo de un género”: ya entonces. Escribió sobre cómo la crónica era central en la tradición literaria argentina y también que Martín Caparrós venía a elevar esa tradición con “una voz conmovedora, memorable, que no se parece a ninguna otra”.

Ese texto de Tomás Eloy Martínez funcionó de prólogo al libro que la editorial Malpaso recuperó en octubre de 2017 para su colección Lo Real. El día de la presentación en la librería Altaïr, Pep Bernardes dijo que “hace 25 años es hoy”.

Eso es lo fundamental de Larga distancia, que hoy –hoy es ya casi 26 años después– las crónicas que lo forman se leen por su valor literario, sin que les haya afectado lo perecedero y lo inmediato del periodismo. Parece ser que Martín Caparrós siguió el consejo de su padre, que le dijo que ya que no podía evitar ser periodista, por lo menos, que tratara de no ser un periodista. Y a eso es a lo que se ha dedicado desde el principio: a ser, pero sin ser. También le dijo que puestos a buscar, que mejor buscara lo que nunca hubiera perdido. A veces lo escuchaba.

Los viajes de Martín Caparrós

Martin Caparros, larga distancia
Fotografías: Pexels

Fueron llegando los viajes. Primero la provincia de Tucumán; luego Bolivia y la Unión Soviética, China, Haití, Brasil, Perú… Tantos. “Me encontré, de pronto, con el mundo”, explica Martín Caparrós en Lacrónica. Y ese mundo requería de una mirada propia: un yo que es argentino y que por ello mismo tiene que construir a cada poco su propia tradición. Esa búsqueda. Si no, el mundo queda en nada.

Los viajes de Martín Caparrós fueron (lo siguen siendo) viajes trascendentes: lo contrario de livianos, o viajes para contar. Lo explicó Leila Guerriero en el prólogo del libro Travesías inolvidables: viajar para contar es “ver lo que está, pero que nadie ve”. A ella le valió el ejemplo de la primera crónica de Larga distancia, “Hong Kong, el espíritu del capital”. Ahí están los periodistas, todos prestando atención a los mismos detalles: un Rolls Royce rosa, el edificio más alto del planeta o los siete mil cristales de Murano de una lámpara. Y ahí está Martín Caparrós, hablándonos del menú en bronce del bar del aeropuerto: “un monumento discreto y orgulloso al triunfo del capitalismo más salvaje”. Y ese detalle lo revela todo. Eso lo tiene mucho Martín Caparrós. Esas frases que son síntesis, metáfora y epitafio.

El viaje y su relato

Viajes para contar y no relatos de viaje. Que el viaje no sea el tema: “Pero ahora –lo dijo en el capítulo 5 de Lacrónica– revisando aquellas páginas (se refiere a las de Larga distancia) para caer en estas, me encuentro con que, en esos días, escribía mucho sobre el viaje y su relato”. Se refiere especialmente a las ideas que aparecen intercaladas entre los textos que forman Larga distancia como si fueran anotaciones de un cuaderno. Como cuando uno escribe rápido por temor a que, si no, lo pensado desaparezca: esa superstición de que lo escrito queda. Martín Caparrós no arma una filosofía del viaje. Y sin embargo, ahí está: el viajero pensando(se).

El desplazamiento en Martín Caparrós nace de una obsesión: “la excusa de un relato futuro”. Y este viajar cuestiona, a la fuerza, las otras formas del viaje. Más incluso, cuestiona la propia mitología del viaje, ese envoltorio.

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A Martín Caparrós le gusta mucho un relato de Ray Bradbury –que también escribió sus crónicas, sólo que desde Marte–. Es “El ruido del trueno”: la cosa va de una empresa que explota una máquina del tiempo para ir a cazar dinosaurios. Sólo pueden matan el espécimen señalado y los viajeros deben caminar por un sendero de metal a diez centímetros sobre el suelo de la selva para evitar tocar ese mundo antiguo. La norma es clara: no hay que salirse del recorrido marcado porque de hacerlo cualquier pequeña modificación accidental en ese pasado podría tener consecuencias desastrosas en el presente desde el que han partido los viajeros.

Es un cuento. Y sí, es imaginable lo que ocurre: alguien sale del sendero.

Ese sendero metálico son los circuitos turísticos que nos dicen qué ver, qué hacer, qué comer, dónde estar si es que queremos ser felices. El viaje virtual, lo llama Martín Caparrós: ese atardecer y no otro, aquella playa, el cafecito famoso, el cuadro en el museo, las vistas desde el mirador de la guía impiden el contacto real con todo lo demás, que acaba siendo lo que no vale la pena, para lo que no hay tiempo.

En los lugares bonitos –el folleto turístico lo describirá con todos esos adjetivos que en realidad no dicen nada-, no hay mucho que ver: solo la postal, o el selfie (sólo que no existía cuando el libro). Por contra, como se dice en El interior, los lugares a donde sí es preciso acudir –porque en ellos se encuentra lo otro, lo que hay que contar– suelen ser espantosos.

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Se lo habían dicho: los chicos chinos nunca lloran. Sin embargo, ahí estaba ese chico chino llorando. Martín Caparrós recorre un país gigante y escribe su crónica. Ese chinito que llora debe ser la excepción, se dice. Y para hacer esto, me refiero a escribir una crónica sobre China, con todos los chinos que hay, uno debe hacerse muchas preguntas. La primera es: “¿Habría que pretender el objetivo –imposible- de entender, de desvelar lo otro?”. Ahí, el propio cuestionarse.

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¿Se puede comer perro en China? Es más, ¿quieres comer perro en China (en cualquier otra parte)? Fue la última noche en Yang Shuo, cuando se le ocurrió pedir perro para cenar. Los viajes tienen eso: la obligación de lo distinto (o una copia fraudulenta de lo que entendemos por aventura).

El viaje es también esa ficción, dice Martín Caparrós. Porque, si no, ¿para qué viajamos? Para no jugar a ser otros mejor quedarnos en casa, no leer, no ver una serie, no ir al cine, mirarnos al espejo con atención. El viaje es un vivir entre paréntesis: se abren y se cierran pausando el tiempo de la vida. Y entre medias, la obligación de experimentar los lugares por donde pasamos con esa falsa intensidad  que aplicamos al saber que nunca volveremos, que nunca más tendremos la oportunidad de comer perro, que sin el muslito de perro, la experiencia no estará completa: “Todo viaje depende de la carga de mito que el viajero sea capaz de agregarle, voluntaria o involuntariamente”.

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Hay otra certeza, o al menos, la sospecha de que el relato que empujó el desplazamiento se vuelve desconocido un día. Que los viajes en realidad son también otra cosa. Son lo que queda: son destellos de imágenes, recuerdos sueltos, algún rostro, una felicidad rara, o una inquietud, una anécdota que contada parece mentira. Fragmentos de vida. Y eso, dice Martín Caparrós, es algo tan personal que resultaría demasiado obsceno contarlo. Será mejor, tal vez, “dejarse envolver por lo incomprensible, perderse en la absoluta miopía: el placer de intuir que así es uno, a su vez, para los otros”. El resto es el viaje virtual. 

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José Alejandro Adamuz
Licenciado en Filología y periodista vocacional que se divierte juntando letras para ver cómo reaccionan entre sí las palabras. Es redactor en el blog Ahora Toca Viajar y en otros medios.
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