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martes, marzo 19, 2024
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En el moshav de Mata no te vas a enterar de nada

Desde el ventanal de la librería, Ahmed y yo mirábamos cómo la gente de Jerusalén Oriental paseaba y hacía sus compras. Su familia es la dueña de la Educational Bookshop, en la que se pueden encontrar decenas de libros sobre el conflicto entre Israel y Palestina.

Ahmed me había estado advirtiendo sobre la manifestación que iba a tener lugar al día siguiente en la Puerta de Damasco. Me estuvo hablando del gas lacrimógeno, de las piedras, de las balas de goma, de las persecuciones por las callejuelas de la Ciudad Vieja, de las palizas que preceden a las detenciones.

Cuando le dije que seguramente a esas horas yo ya estaría en el moshav de Mata, me miró con una sonrisa triste: “Ah, bueno. En el moshav no te vas a enterar de nada, no te preocupes. Allí nadie sabrá de las protestas de Jerusalén.”

***

Ahmed tenía razón. Mata es la burbuja perfecta para olvidarse de los cincuenta años de ocupación y del terrorismo. Se encuentra a media hora en coche de Jerusalén y muy cerca de Cisjordania.

En el moshav de Mata hay 900 habitantes. Los moshav son comunidades cooperativas que comenzaron a crearse a principios del siglo XX. Por aquella época, judíos de diferentes orígenes llegaban a Israel, recibían un espacio de tierra para cultivar algo y se establecían allí para hacer vida comunitaria. A diferencia de los kibutz -al menos los kibutz originales-, en los moshav no se comparte la comida ni el dinero, pero sí se ha ido mantenido hasta cierto punto la costumbre de ayudarse entre sí.

En el moshav de Mata pasé tres semanas en casa de Itamar y su familia trabajando como voluntaria en su restaurante a cambio de alojamiento y comida. Este moshav se fundó a principios de los años 50 por inmigrantes de Yemen, quienes acabaron abandonándolo para ser reemplazados por judíos marroquís. “El comienzo fue difícil; no había agua corriente ni carreteras”, me explicó Inbar, la mujer de Itamar.

Mucho antes de que llegaran los yemenitas, estas tierras habían pertenecido al pueblo árabe de Allar. Puede que los habitantes originarios fueran expulsados, o que abandonaran sus tierras por voluntad propia tras la creación del estado de Israel. En todo caso, todavía quedan restos de su paso por la zona en forma de almendros o higueras de aspecto salvaje y ruinas bizantinas cubiertas de hierbas.

En el moshav de Mata |Viaje con Escalas
Cuando le dije que seguramente a esas horas yo ya estaría en el moshav de Mata, me miró con una sonrisa triste: “Ah, bueno. En el moshav no te vas a enterar de nada, no te preocupes. Allí nadie sabrá de las protestas de Jerusalén.”

Itamar lleva en este moshav 30 años. Los fines de semana cocina diferentes tipos de carne ahumada en su jardín y organiza una especie de restaurante casero en su terraza con la ayuda de voluntarias como yo.

Nada más recogerme en su coche, empezó a decirme que algunos voluntarios quedan tan encantados con la experiencia que incluso vuelven al cabo de un tiempo. Itamar suele hacer las compras para su restaurante en Husan, un pueblo palestino que está a unos diez minutos en coche de Mata. Allí tiene muchos amigos y conocidos.

Al llegar a Husan se pasa junto a un cartel rojo que informa de que la entrada a esta zona está prohibida a los ciudadanos israelís, y que es peligrosa para sus vidas. “Yo estoy aquí, ¿no?”, me respondió Itamar cuando le pregunté si él puede visitar Palestina. “Los medios de comunicación nos dicen que los palestinos nos van a acuchillar y cosas así. Todo mentira.”

Itamar no es el único en Mata que tiene su propio negocio. “Muchos de los habitantes de Mata trabajan aquí mismo”, me explicó. “Hay muchos profesores: de yoga, de pilates, de piano o de música. Hay artistas que trabajan con cerámica, bailarines, cantantes, gente que practica la medicina alternativa. La gente de Mata viene aquí porque busca un lugar como este para formar parte de él.”

Mis días en el moshav de Mata fueron pasando mientras trataba de comprender en qué consiste este país, tan reciente y a la vez antiguo, que es Israel. Al ser un estado tan pequeño, tenía la sensación de que el paisaje y las personas cambiarían en cuestión de pasos.

Cada vez que Itamar nos llevaba a Husan, cruzábamos el Beitar Crossing: un pequeño puesto militar con aspecto de peaje de autopista, que separa Israel de Palestina. Muy cerca de Husan se encuentra el asentamiento judío ultra-ortodoxo de Beitar Illit, en territorio palestino.

Según la comunidad internacional, los asentamientos en los territorios ocupados en 1967 son ilegales, pero están reconocidos por la ley israelí. Una de las veces que hice autostop por aquí, me recogió uno de los residentes de este asentamiento. Me dijo que vivían unas 50.000 personas, pero que “ojalá lleguemos a los 100.000 en unos años.”

Después de tres semanas trabajando para Itamar, decidí viajar a Ramala unos días. A medida que el autobús se acercaba al muro de separación y pasábamos el enorme checkpoint de Qalandia, me adentraba a un lugar que no podía ser más diferente del idílico moshav.

En Palestina descubrí que la gente hace como que tiene una vida para poder olvidarse por un rato de la asfixiante ocupación a la que están sometidos.

“Toda mi vida he vivido bajo la ocupación, así que desde pequeño me acostumbré a ella”, me explicó un palestino con el que compartí muchas tardes en Ramala. “Pero cuando fui a los Estados Unidos un año, vi que no había soldados ni checkpoints, y entonces me di cuenta de cómo se vive en un país normal.”

El tiempo que pasé en Mata fue extraño. A pesar de la belleza del lugar y la simpatía superficial de la gente que encontré allí, no conseguí comprender esa supuesta espiritualidad de la que me hablaron.

Tal vez, lo más extraño fue sentirme más en casa en esa tierra donde la gente no vive de verdad que en el moshav al que algunos voluntarios vuelven encantados, pero del que otros huyen al cabo de unos días.

Isabel García Cuesta
Profesora valenciana. Ha vivido en Inglaterra y en China, y lo que más le gusta es leer, escribir y hacer tortillas de patatas para sus amigos extranjeros.
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